CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

martes, 1 de noviembre de 2011

Amadeo Olmos. EXACTAS ESPUMAS

CRÍTICA DE ARTE Exactas espumas Amadeo Olmos. Pintura. Sala de exposiciones del Teatro Juan Bravo. Hasta el 29 de octubre. JESÚS MAZARIEGOS A veces la pintura trasciende la apariencia. No es que sea indiferente pintar árboles otoñales, alcazabas morunas, tierras de labor o playas solitarias. Porque, aun en la misma playa, hay mil paisajes posibles, con el mar en calma o airado, con sol zenital o con cielo gris sobre el mar plomizo; tal vez con anacrónicos bañistas y un paseante solitario de traje claro y pelo extrañamente oscuro. Pero, no siendo indiferente, el motivo no es lo que más importa. Lo que importa es la manera de tratarlo. De modo que puede haber insignificantes objetos sublimes, y soberbios alcázares detestables; manzanas poderosas y naturalezas muertas muertas; cuerpos enfermos inmortales y desnudos que nunca debieron abandonar la palpitante turgencia de sus carnes. Los motivos no son el fin de la pintura. Son los medios adecuados y sustituibles para hacerlos objeto de una mirada única sobre la realidad. En la obra de Amadeo Olmos (Pinarejos, 1962), los motivos son puntos de partida cuya repetición y no proximidad los libran de convertirse en objeto de juegos de identificación. Con todo, el pintor elige cuidadosamente los motivos. En Valladolid, el mes pasado, expuso pinturas que partían de objetos reales, mejor dicho, del recuerdo de la imagen de ciertos objetos de la realidad. Ahora pinta el mar, sin barcos ni oleaje, playas solitarias del norte, con los fugaces brillos de la bajamar. Pero Amadeo no necesita el mar, el agua del mar, al mar del agua. Sólo necesita un fragmento concreto de mar; necesita esa roca que emerge como un saurio inmóvil, vigilante; necesita tal vez el rumor de las olas, de la ola, ya sólo onda, que vuelve al mar y tiende a la siguiente hermana una alfombra transparente con ribetes de espuma. Amadeo necesita el reflejo del cielo en los efímeros espejos de arena, como escribe magistralmente Ramón Mayrata en el catálogo: “agua sin espesor que se deshace; humedad invisible que refleja las nubes; para desaparecer, ya sin materia, transparente, allí donde surge, como arena, la trama de la tela o de la tabla”. Eatamos ante un pintor sobrio que maneja los pigmentos justos, respeta el soporte asumiendo sus condiciones y sabe levantar la mano a tiempo. Los pasteles muestran pequeñas desnudeces del cartón que es, al mismo tiempo, soporte y arena fría. Los carbones monócro-mos sobre imprimación blanca asumen la veta de la tabla dando lugar a texturas de sarga frailuna, en consonancia con el tono cisterciense que impregna toda la obra. El paisaje se convierte en estratificación horizontal de la tierra, el mar y el cielo, en corte marmóreo de los días grises. Sus obras transmiten la armonía que él mismo mantiene con el cosmos y poseen esa gracia a la que se refería Vasari como la propiedad de lo visto y no visto, la gracia de las cosas que surgen sin esfuerzo aparente, tocadas por la mano de un ángel cercano cuyo nombre está escrito verticalmente. El realismo existe. Tras los años dorados del informalismo, en las ya lejanas décadas de los cuarenta y los cincuenta, abstracción y figuración conviven sin problemas. La una no es más moderna que la otra ni lo contrario. Pero abundan figuraciones con complejos de todo tipo, figuraciones que parecen disculparse de serlo. La figuración de Amadeo es clara y contundente y tiene en su franqueza su más sólida base. El pintor no sabe a dónde va. De saberlo, ya habría llegado. Pero parece que sabe muy bien por dónde va.

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