CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 3 de noviembre de 2011

Eduardo Chillida. LA FORMA ESENCIAL

Eduardo Chillida La forma esencial 23/05/00 Norte Sg p11 18 Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924) es, sin lugar a dudas, el escultor español vivo más reconocido internacionalmente. Puede decirse que, a efectos de peso específico en la escultura, es el equivalente a Antoni Tàpies en la pintura. Ambos son creadores de un lenguaje específico e inconfundible cuya afirmación y consolidación se basan en la sintonía que tales lenguajes, como alternativas a una tradición a veces agotada, han encontrado en la sociedad actual. Si Tàpies ha incidido en el paso del tiempo sobre las cosas y en la humilde materia vista desde una filosofía impregnada de orientalismo, la obra de Chillida puede aludir al compromiso con su terruño o convertir en escuetas formas el misticismo de San Juan de la Cruz. Esto no impide que, en ambos casos, exista una feroz afirmación de la materia como algo que no se conforma únicamente con ser un medio de expresión sino que impone su inmediata fisicidad de modo directo y contundente. Si en el caso del artista vasco su material más característico es el hierro con el que ha formulado lo principal de su ascética meditación sobre la forma y el vacío, otros materiales tradicionalmente escultóricos como el mármol, el alabastro o la tierra (Lurra), aportan sus propios acentos matizando el vocabulario, violentando la sintaxis y generando diferentes “chillidas” fácilmente clasificables según un criterio en el que forma y materia llevan una existencia paralela. Cuando Chillida abandona el volumen y opta por el plano, como ocurre en los grabados y serigrafías que pueden verse en La Casa del Siglo XV, el papel, con sus diversas texturas, y la tinta, con la variable densidad de su trama, siguen expresando las mismas palabras, dichas sin la resonancia que el espacio proporciona pero de un modo más cercano e íntimo. La limitación material, espacial y cromática que el grabado impone, da paso a un discurso susurrado pero igual de claro, menos solemne pero igual de serio, conciso pero cargado de sutilezas, breve, denso y lleno de sentido. La épica ha cedido el paso a la lírica. La obra gráfica de Eduardo Chillida es una rigurosa reflexión sobre la forma, partiendo de algo tan aparentemente simple como delimitar planos oscuros sobre un fondo claro. El secreto está ahí, en ese límite, ese duro contorno de las figuras, esa línea definida por rectas huérfanas de regla y curvas ayunas de compás, que alternan en quiebros cuya exactitud no precisa de la escuadra. Es una línea casi siempre inexistente, pues muchas veces no es más que el concepto de límite entre la forma y el vacío, pero ella es la que hace inconfundible la obra del artista vasco. Cuando existe una alusión al mundo real, a menudo introducida por la sugerencia de los títulos, puede ser ligera e indeterminada, completamente abierta para el espectador, o puede acabar siendo excesivamente condicionadora como ocurre en El buen ladrón, cuyo título en castellano, más que aclarar, desvela precipitadamente el misterio. En el mundo de las dos dimensiones, la superficies más oscuras pretenden ser las formas más próximas, según una dudosa referencialidad que hace pensar en las formas esenciales de una casa, una puerta (Guggenheim III) o unos grandes sillares que actúan como núcleos de fuerza y de tensión (Onarri). La contundente forma utilizada en el cartel de la exposición (London II), siendo rabiosamente chillidesca, deja abiertas mil relaciones con la ciudad que le da título, tanto en los meandros del Támesis en Millwall Docks, como en las numerosas plazas y calles flanqueadas por fachadas cóncavas. En este sentido, el plano del Admiralty Arch parece haber estado esperando desde hace más de dos siglos la mirada cómplice de Chillida. Una exposición para ser vista con devoción y recogimiento; una oportunidad para acercarse a unas formas que, como las de Miró, han pasado a formar parte de la cultura visual contemporánea.

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