CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 3 de noviembre de 2011

Carlos Matarranz. LA BALSA DE LA MEDUSA

Carlos Matarranz La balsa de la Medusa 14/03/00 Norte Sg p4 16 Gericault acuñó para siempre estas dos palabras que ilustraban una historia real de náufragos, con casi todos los ingredientes del Romanticismo, en un episodio épico semejante al relato de García Márquez y aún más parecido al que la historia repitió en las nieves andinas y que se comercializó bajo la marca “Viven”. Entre las muchas formas infames de obtener dinero legalmente, está la explotación y comercialización de las desgracias ajenas, incluso de las propias si uno sobrevive, de modo que los náufragos reales de La Medusa también obtuvieron ingresos a costa de aquella experiencia. Sobre el mar de la pintura flotan seguros trasatlánticos que merecen el espacio que ocupan, grandes veleros cuya visibilidad compensa la pequeñez de su casco vacío, barcazas cargadas de todo tipo de restos, pateras de las que no queda constancia alguna porque su naufragio no llega a salir en la prensa y algún que otro submarino. No falta quien se arroja al agua con decisión y bracea incansable hasta alcanzar la orilla deseada. Veo a Carlos Matarranz (1971) como a un valiente nadador que sabe muy bien que, en pintura, no existen compensaciones como las de los náufragos del agua. Por eso cambia de lugar y, en cada playa, graba en su retina un reflejo marino, captura un dragón exótico o aspira el perfume de la sal. Carlos nació en las campiñas de La Meseta pero cuando mira al cielo de Castilla siente el Mediterráneo reflejado en su azul. Sobre un fondo mesetario construye sus temas épicos con superficies progresivamente inestables y escribe los mismos signos que los pueblos del mar dejaron grabados en los abrigos rocosos, pero sin la rigidez geométrica de aquellos primeros agricultores. Carlos Matarranz ha bebido el filtro del antiguo vaso manante y ha reproducido él mismo la libación ritual del antiguo sacerdote de Lagash. Los líquidos densos sufren la contradicción de una identidad incierta, entre la morbidez de su naturaleza y el geométrico rigor de su forma. Desde la antigua Cultura de Los Millares al mítico Manolo Millares, mil petroglifos durmieron en el vientre de la tierra. En el último medio siglo que media entre el canario de El Paso y nuestro joven segoviano, el tiempo ha ablandado los contornos y el corazón de los signos, los ha vuelto lábiles y mutantes, los ha dotado de la cualidad líquida que Santos Amestoy identificó con el lirismo. Carlos Matarranz parece viajar desde lo sólido a lo líquido, de los signos a las manchas, de los dragones a las medusas, de lo épico a lo lírico. Va de la opacidad a la transparencia y oscila entre la superficie y la profundidad, entre la tierra y el mar, entre en presente y el pretérito indefinido. Sobre el mar de la pintura, tiende una plomada que calma el oleaje y aleja la tempestad, una plomada sin plomo que mide la mirada de los humanos y pone orden entre el este y el oeste. Camino difícil el que se toma dejando los asideros de la materia y de la geometría, camino arriesgado el que discurre entre pantanos y marismas, camino solitario el de la lírica. Camino valiente y prometedor el de Carlos Matarranz.

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