CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 3 de noviembre de 2011

Fran Coca. EL JARDÍN CONTRA LA NIEBLA

Fran Coca El jardín contra la niebla 20/04/99 Norte Sg p4 8 Hubo un tiempo en que Fran Coca (Salamanca, 1961), creía firmemente que veía la realidad a través de un microscopio. Tan sólida era su creencia que al encontrarse con un semejante, ya se tratara de un íntimo amigo o de un notario que vivía en la puerta de al lado, no veía su rostro ni sus gafas, sino sus capilares sanguíneos y sus células óseas; con las neuronas de menor tamaño tenía algún problema para percibirlas con claridad. Como esta relación con las personas le producía pesadillas nocturnas, decidió mirar sólo hacia el suelo, por lo que adquirió una gran familiaridad con la tierra y las piedras. Como Fran ya era pintor con anterioridad a que sucedieran estos fenómenos, sus cuadros se fueron convirtiendo en ampliaciones del microcosmos interno de las rocas. Comenzó pintando sus protuberancias microscópicas como si se tratara de montañas, de modo que una simple raya se convertía en el Gran Cañón. Llegó a conocer las interioridades de ciertas piedras amigas suyas, a las que hacía retratos interiores de gran penetración psicológica puesto que no tenía ningún problema para verles las estrías del alma y leerlas sus recuerdos en el código de barras de su orientación magnética. Cansado de las limitaciones que le imponía su único trato con el mundo de lo inorgánico, quiso poder levantar el cuello sin tener que soportar la visión del sistema linfático de su otro vecino, un dentista retirado, por lo que huyó a una zona de bosques pantanosos donde se convirtió en un verdadero experto en histología vegetal, distinguiendo tramas y nódulos, citoplasmas y todo tipo de membranas, con las que se entretenía observando sus cualidades para la ósmosis y para intercambiar fluidos en general. Se internó en lo más oscuro del aquel bosque donde una aire acuoso hacía crecer plantas desconocidas por los demás humanos, tan frágiles que había que guardar silencio cerca de ellas. La humedad creaba neblinas que todo lo trastrocaba, sin saber muy bien qué planta estaba cerca o lejos, y Fran dudaba a veces si lo que veía era lo que aparentaba o tal vez un follaje blanco que tenía tras de sí fragmentos de cielo verde. Cuidaba de aquel frágil jardín de modo que, cuando una planta caía presa de la delicuescencia, él la recogía en el lienzo que siempre tenía presto, convertido, al instante, en sudario de pétalos moribundos que la mano del artista convertía en pintura, fijando los delicados colores con la savia de las plantas, las secreciones de los insectos o la luz fría del alba. Fran Coca es un pintor lírico, un pintor de líquidos a los que últimamente ha dado un destino vegetal, como debe ser el destino nutriente y salvífico de todo fluido que se precie. Antes los derramaba, con sus tintes diversos, como en un rito de libación salvaje y violento. Ahora los aplica con insistencia en el lomo de las hojas o en el terciopelo de los pétalos. Cuando pinta los fondos, compara con sutileza los amaneceres, cada uno con su aire y su nube, con su justa dosis de blancura y de rocío, y mide la claridad de cada cuadro envolviendo la flor y la hoja en un bálsamo de luz líquida. La pintura de Fran Coca es extremadamente lírica y sensible, penetrante a fuerza de intimidad con el motivo, pues él no se conforma con mirar a una distancia prudencial un ramo de violetas o unos geranios en la reja. No puede pintar flores ni macetas ya que se acerca desmedida¬men¬te a la flor, hasta embriagarse de su aroma y libarla, a veces, robándole el secreto de sus pigmentos. Su íntima relación con lo vegetal le impide ya ver el mundo como los demás, y no ve el objeto orgánico que todos ven sino tan sólo materia de pétalo; no ve rama cimbreante sino pátina, escama, pelusilla y mucílago; no respira aire sino niebla templada y vapor de invernadero. Así, su flor y su mundo se vuelven blancos y lisos como una sábana con huellas de soledad. Es el lienzo terso marcado por su lucha con la materia, lucha ritual, relación de amor-odio que se consuma, inexorablemente, en una blancura violada por cuchilladas de pintura, pausadas o violentas, que hacen brotar la vida entre la niebla.

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