CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Rufo Criado. GEOMETRÍA DESCUBIERTA

CRÍTICA DE ARTE Geometría descubierta Rufo Criado. Pintura. Museo Zuloaga. Segovia. Hasta el 18 de diciembre. JESÚS MAZARIEGOS La exposición de Rufo Criado (Aranda de Duero, 1952) en el espacio principal del Museo Zuloaga es una llamada más a ese creciente grupo de ciudadanos que mira o empieza a mirar el arte contemporáneo, ya no sin hacer aspavientos, sino con absoluta naturalidad y creciente satisfacción. El espacio expositivo de las naves del templo, lleva dedicado a las exposiciones itinerantes que organiza la Junta de Castilla y León, conviviendo con el museo de cerámica, un tiempo suficiente como para que el aficionado segoviano lo incluya entre los lugares irrenunciables para estar al tanto de nuestra actualidad artística. La primera impresión que el visitante experimenta al entrar en las naves de San Juan de los Caballeros es la del gran impacto cromático que surge de los grandes formatos, de las composiciones geométricas inductoras de los contrastes y del uso de una gama de colores artificiales, nada habitual. Un pequeño recorrido añadirá, quizás, algún desconcierto causado, no tanto por las composiciones tridimensionales, como por los soportes metálicos de chapa galvanizada en piezas industriales. La obra de Rufo Criado, sin embargo, es la natural culminación de una evolución personal a partir de su primera percepción del paisaje castellano y de toda la experiencia de la abstracción geométrica a lo largo del siglo XX, desde el Neoplasticismo y el Suprematismo hasta las opciones postpictóricas y minimalistas de Kenneth Noland y Frank Stella. Varios vectores han actuado, en sucesivas fases, sobre la obra de Criado para hacerla llegar hasta la realidad visible que la exposición ofrece. Parece claro el progresivo sometimiento de aquellos elementos de la naturaleza que poseen un orden relativo, tal como las parcelas, los caminos y carreteras, las hileras de árboles, la misma horizontal del horizonte, a un orden más estricto presidido por la geometría. Pero la realidad que nos rodea también ofrece formas perfectamente geométricas, casi siempre como consecuencia de la acción humana y, muy especialmente, en los objetos industriales. Así, el campo ofrece postes, construcciones, acequias, parcelaciones trazadas a cordel, empalizadas, las vías del ferrocarril con sus traviesas, etc., mientras que, en un entorno más cercano, los objetos geométricos son multitud. Por nombrar algunos de los que Rufo Criado utiliza o deja traslucir su fascinación por ellos, citaremos los pasos de cebra, las fachadas, los palés de madera, asientos y respaldos de multitud de diseños de sillas de madera, rejas y rejillas de todo tipo, radiadores, persianas, escaleras, entarimados, puertas y ventanas, andamios y estanterías. Todos ellos tienen el común, además de sus formas rectilíneas, su carácter repetitivo y seriado. Si Frank Stella juntaba los perfiles de aluminio para obtener sus características composiciones, Rufo Criado busca y encuentra las formas seriadas existentes en la realidad, las rescata de su mundo prosaico, actúa sobre ellas convirtiéndolas en objetos propios, y las descubre para los demás. En su afán por ordenar el mundo, por simplificar y aclarar la realidad, Rufo Criado ha debido maravillarse ante estos islotes de disciplina en medio del caos y ha sentido la tentación de apropiárselos, pero no como objetos que son sino como portadores del orden formal que poseen. Ante las rejillas o las piezas de chapa galvanizada, no cabe hablar de 'objetos encontrados' pero sí de 'geometría descubierta'.

martes, 8 de noviembre de 2011

Alberto Reguera. ATMÓSFERAS POLÍCROMAS

CRÍTICA DE ARTE Atmósferas polícromas JESÚS MAZARIEGOS Alberto Reguera. Pintura. Museo Zuloaga. Segovia. Hasta el 3 de abril. Alberto Reguera (Segovia, 1961), aunque vive habitualmente en París, conserva su estudio de Madrid y se acerca por Segovia cada vez con más frecuencia. Él es nuestro pintor de mayor proyección europea. Su obra constituye una afirmación explícita de la materia pictórica, añadiendo una cierta claridad didáctica en cuanto a los procedimientos, haciéndose patentes los barridos, las veladuras, los restregados o los pigmentos soplados o arrojados sobre el acetato de polivinilo. Sus cuadros, abstractos, en principio, no dejan de hacer una clara y constante referencia a la naturaleza, al mismo tiempo que presentan la pintura como tal de forma inmediata, casi táctil. Si, en rigor, la palabra abstracción indica la reducción a lo esencial, esta pintura bien merece ese nombre por lo que en ella hay de las esencias del paisaje, esencias que no se fundan en elementos concretos ni simbólicos sino en sensaciones lumínicas y cromáticas que despiertan en nuestro interior el sentimiento del paisaje, un paisaje nebuloso, sin referencias a objetos sólidos, que desemboca inexorablemente en el dominio de lo atmosférico. La obra de Alberto Reguera oscila entre lo liso y lo texturado, lo apacible y lo tormentoso, unas veces prima la tangibilidad y otras la sugerencia del paisaje. En estas tres contraposiciones de contrarios, la primera de ellas (liso-texturado) enfrenta categorías relativas a la pintura como tal, categorías que se excluyen mutuamente. En la segunda contraposición (apacible-tormentoso), sin embargo, las categorías se refieren al campo del paisaje y también se excluyen la una a la otra. La tercera contraposición se plantea entre la tangibilidad de la pintura como materia y la referencialidad paisajística de su apariencia, extremos que no son excluyentes y que conviven simultáneamente en el mismo fragmento de superficie pictórica. Ahí es donde reside el misterio de la eterna dualidad de la pintura de Alberto Reguera. Su obra es a un tiempo pintura e imagen, textura y transparencia, superficie y fondo, cuerpo y espíritu, materia y paisaje. Cada centímetro cuadrado de lienzo, sin dejar de ser abstracción, sin dejar de ser materia, es también paisaje. La primera lectura, la formalista, descubre la materia, la segunda descubre el fondo, el argumento. En esta capacidad integradora de contrarios reside la magia de esta pintura. La vena romántica de Reguera se evidencia en el parentesco de sus celajes con los de Constable y otros pintores de nubes, del mismo modo que su comportamiento recuerda al del personaje de un relato de Adalbert Stifter, escritor romántico y pintor de nubes, que contemplaba el cielo nuboso a través de una ventana y sintió el deseo irrefrenable de robar una nube. Reguera ha consumado el deseo y ha convertido la ventana en cuadro. Más fuertes que el recuerdo de Constable me parecen las referencias a Turner, fundadas en esa constante indefinición entre abstracción y figuración, si bien Turner está más cerca de ésta y Reguera más próximo a aquélla. El otro punto de contacto con el pintor inglés es su generoso, sensual e insistido pictoricismo, donde la pasta pictórica, en sus mezclas de color y cambios de intensidad, es capaz de aportar toda la riqueza de sus matices. Una buena exposición para ejercitarse en la observación de la materia o proyectarse hacia el paisaje, comprendiendo la materia de la que trata el paisaje, asimilando su contenido evocador de llanuras o montañas, de auroras y crepúsculos, de días y de noches, y vagar por los dominios de la atmósfera, por los cielos nítidos o nublados, fríos o cálidos, tormentosos o serenos, y verse a sí mismo reflejado en los cuadros.

PINTAN MUJERES

CRÍTICA DE ARTE Pintan mujeres Pintan mujeres. Lola Cubo, Águeda de la Pisa, Teresa Gancedo, Dora García, Mª José Gómez Redondo, Sofía Madrigal, Paloma Navares, Marina Núñez, Isabel Rubio, Gloria Rubio Largo. Diversas técnicas y procedimientos: dibujo, pintura, escultura, instalación. Museo Zuloaga. Hasta el 2 de julio JESÚS MAZARIEGOS Siempre se ha hecho pintura masculina, historia masculina, crítica masculina (lo siento), pero sin proclamar-lo, transmitiendo ideología de sexo además de la de clase. Por cierto, Carlos Marx, que lo de las clases lo bordaba, que era un hombre muy estudioso pero creo que no cambió un pañal ni fregó un plato en su vida, no recuerdo que intuyera ni por asomo la existencia de una ideología de sexo, cosa que han tenido que formular las mujeres: el feminismo. Desconozco si a algún loco se le habrá pasado por la imaginación desarrollar una ideología masculina. Esa ideología no se ha escrito porque no es necesario hacerlo, porque está enquistada en muchísimos hombres y muchas mujeres, porque daría vergüenza escribirla. Veo las obras de la colectiva 'Pintan mujeres' y trato de no condicionarme y ver la huella femenina por todas partes. En la obra de Lola Cubo, habría un signo de este tipo en las puntadas, en los hilvanes que tiene el papel. No veo huella femenina ni masculina ni andrógina en los magníficos juegos texturales y cromáticos de Águeda de la Pisa. Los recuerdos infantiles de crucifijos, corazones ardientes, culpas, flores a María, escapularios y hostias, son más monjiles que frailunos y es posible que tengan un toque femenino en su amor a los objetos y su gusto decorativo. Si las fotografías de Dora García no tienen de expresamente femenino más que la eventual presencia de la imagen de la mujer, las de María José Gómez Redondo proclaman con insuperable sensibilidad poética su carácter introspectivo, vuelto a la persona que, en este caso, es una mujer. Como contrapunto, las angulosas estructuras de Sofía Madrigal vienen a suponer el llevar la lucha al terreno de 'ellos', actuando con sus supuestos propios medios expresivos y obteniendo unos resultados sin asomo de puntillas, tonos rosas, carmín ni macramé. Creo que, en realidad, no hay ninguna intencionalidad de género en la obra de Sofía Madrigal. Paloma Navares Acumula objetos relacionados con lo femenino y, aunque Arman también acumuló guantes de goma, los de Paloma tienen algo de exvotos en ermita de Virgen sanadora. Los recipientes conteniendo imágenes de niños son tan fáciles de relacionar con la maternidad que es preferible pensar en otras mil relaciones posibles. Marina Núñez parece ensañarse con ese fetiche mental, social y publicitario que es el cuerpo femenino, sea o no su autorretrato. Creo que con las dos lecciones de anatomía de Rembrandt fue suficiente y reivindico el valor de la piel visible en perjuicio del afortunadamente oculto mondongo muscular , tal como Ingres defendía. Sería demasiado fácil hablar de sensibilidad y delicadeza femeninas en los exquisitos y sugerentes dibujos de Isabel Rubio, los cuales, independientemente de sus más o menos ambiguas alusiones temáticas, son un prodigio de coherencia y creatividad, con la sola ayuda de medios tan tradicionales como un lápiz y un papel. A la vista de la instalación de Gloria Rubio podrían establecerse obvias relaciones entre los hilos, las agujas y lo femenino, si no fuera porque hay también abundantes objetos preferentemente relacionados con el mundo masculino. Volvemos a lo mismo; en realidad no son más (ni menos) que alusiones al tiempo. Es evidente que esta crítica se ha centrado en la condición femenina de las artistas. Parecía obligado corres-ponder a la proclama militante del título. Es no menos evidente que quien escribe, lo hace condicionado por su no pertenencia al colectivo femenino.

Mon Montoya. MON MONTOYA, SERENO

CRÍTICA DE ARTE Mon Montoya, sereno Mon Montoya. Pintura. Museo Zuloaga. Segovia. Hasta el 25 de noviembre JESÚS MAZARIEGOS La serenidad es una virtud que se invoca en los momentos difíciles y también ante los retos importantes, cuando uno se la juega. Hace falta serenidad para asomarse al abismo, para elegir un camino en medio de la encrucijada, para aguantar el vértigo de empezar un cuadro, para no rendirse en la lucha con la materia; hace falta mucha serenidad cuando la pintura se vive con riesgo, cuando pintar se convierte en un discurso existencial, en un soliloquio introspectivo, en una carta ininterrumpida que es como un diario de emociones. Mon Montoya (Mérida, 1947) lleva años escribiendo ese diario hecho de sensaciones y sentimientos, de calladas pasiones y de recuerdos cuyo recóndito significado es también rico, complejo e inagotable. Por sus colores tenues o vivos, por la forma tranquila o crispada de su caligrafía, podemos intuir si la historia o la idea que reposa en el cuadro es optimista y esperanzada como un campo en primavera o sombría como el presagio de la muerte. La madurez es un buen momento para la serenidad. Mon Montoya está llegando a una madurez que ojalá no alcance nunca. Confío en que nunca la alcanzará porque a la madurez le sucede la decadencia y la decrepitud. Mon Montoya estará creciendo siempre porque va por caminos poco transitados, porque nunca sabe con exactitud las coordenadas en las que su barco se encuentra, en medio de un mar apenas cartografiado, un mar de dudas que es el único escenario apto para buscar respuestas a las grandes preguntas. Esta es la historia del pintor moderno que, como decía Rafael Baixeras, “no ayuda a dormir bien, no elimina los problemas de conciencia, no broncea la piel, no suaviza los pies, no mata los lagartos cotidianos”. Por eso Mon Montoya se reviste de la serenidad necesaria para nadar en el piélago de la pintura, por eso pinta con la lucidez de quien se ha debatido en la duda y sabe que nunca llegará a la meta, porque no hay meta. Seguir buscando hasta la extenuación, esa es la única manera de permanecer pictóricamente vivo, la única forma de vivir sin traicionarse. Los que piensan que ya han llegado, los que desacreditan todo aquello que difiere de su diminuto universo, los que lo tienen todo claro, están pictóricamente muertos. La exposición de Mon Montoya, que inicia su itinerancia por las capitales castellano-leonesas en la Iglesia de San Juan de los Caballeros, brillantemente comisariada por María García Yelo, ilustra la evolución de su peculiar caligrafía pictórica y apunta a la utilización de una gama de colores más viva y contrastada, al tiempo que establece un mayor divorcio entre los fondos, menos disueltos y más geométricos, y los signos, que también se han hecho más grandes, tangibles e independientes, afirmándose cada vez más como pura mancha, como puro brochazo, sin que, en este momento, pueda decirse que hayan llegado a perder su tradicional naturaleza caligráfica. Así pinta Mon Montoya, así escribe su carta ininterrumpida.

MARÍA JOSÉ GÓMEZ REDONDO

María José Gómez Redondo, artista re¬conocida interna¬cionalmente, expo¬ne lo último de su producción en el Museo Zuloaga. Sus obras par¬ten de la fotografía, son fotogra¬fías. Sabemos que una fotografía convencional no es la realidad, que el resultado depende del frag¬mento de realidad que haya sido seleccionada, de la distancia, de la luz, y de mil condicionantes y variables que intervienen en el proceso técnico, etc. Eso también lo sabe María José, pero los frag¬mentos de realidad que ella se¬lecciona, las asociaciones que es¬tablece entre unos y otros moti¬vos, el soporte de tela que utili¬za, su tamaño, la forma de col¬garIo, incluso los títulos que po¬ne a sus obras, convierten sus fo¬tografías en algo muy personal y muy suyo, por su inconfundi¬ble estilo y porque se fotografía a sí misma. En esta última cir¬cunstancia coincide con la nor¬teamericana Cindy Sherman, aunque sus enfoques, más que distintos, yo diría que son radi¬calmente opuestos. Las obras de María José Gó¬mez Redondo son una reflexión sobre la vida y sobre el tiempo, sobre lo sencillo y lo pequeño, so¬bre lo más ínfimo pero más fun¬damental, sobre lo más próximo y más ignorado, sobre la materia de la vida, sobre la piel y sus arru¬gas, sobre el párpado y el ojo. Sen¬tir, ver, envejecer, mirarse al es¬pejo, sentirse como una brizna de hierba, sentirse vivo. Si el cuer¬po humano, para los griegos, era una cuestión de medidas y pro¬porciones, para María José es al¬go frágil y palpitante a lo que hay que acercarse, tocarlo, sentir su calor, su olor y su humedad, sen¬tir sus pulsos y su respiración. Cabeza y mano se superponen, se funden, y los dedos son como el terminal por donde el senti¬miento se comunica con la na¬turaleza, y los ojos son como ven¬tanas cerradas para conservar intacto el mundo interior, y los oídos no quieren escuchar más que el silencio, y el cerebro sólo quiere saber de las cosas senci¬llas, de una hoja seca, de una as¬tilla, de un trozo de plástico. . La obra de María José Gómez Redondo parece un canto al re¬cogimiento y al silencio y, al mis¬mo tiempo, un canto a la vida que empieza, como si la regeneración del mundo sólo se puede esperar de nuestra vida interior y de nuestro compromiso con la na¬turaleza. Por otra parte, en las obras im¬presas sobre tela, colgadas sin tensar, combadas, existe una vo¬luntad expresa de afirmación del soporte, es decir, de dejar muy claro que no estamos ante un tra¬sunto de realidad sino ante una nueva realidad que afirma su au¬tonomía y su capacidad de con¬vertirse en bandera del corazón, en visillo del alma o en sudario del cuerpo. Una exposición que relaja y re¬concilia, una exposición para mi¬rar, pensar y volver la vista en busca de nuestra pequeña y pro¬pia María José interior.