CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 3 de noviembre de 2011

Mon Montoya. POSO DE LA MEMORIA

Mon Montoya Poso de la memoria 01/11/98 Norte Sg p10 6
La evolución de la pintura de Mon Montoya, desde la frialdad casi minimalista de sus grandes y matizadas superficies animadas por pequeñas citas de sí mismo, sigue apuntando nuevos caminos que es posible detectar en algunas de sus obras últimas: Ser dos inútilmente, Adiós, Recuerdo, Mirada huérfana. Estas sutiles derivas, respecto a lo que viene siendo el eje de su habitual lenguaje, son el fruto de un permanente afán indagador que, sin embargo, no obliga a pensar que un pintor tan coherente y tan fiel a sí mismo, pueda desasirse fácilmente de las atávicas adherencias de su propio universo. Lo que ocurre es que la identificación entre Mon Montoya y su pintura posee ya una suerte de indisoluble persistencia. Es como si su destino consistiera en convivir con ella como con una amante que alterna papeles de dominación y sumisión. Cuando, buscando nuevas experiencias, la compone y adereza en un tímido pero sano ejercicio de transformismo y dominación, consigue hacerla casi otra. Pero pronto siente la irrefrenable necesidad de volver a su primer y único amor y, casi sin darse cuenta, la va despojando de los nuevos afeites y de algún rígido corsé. Y descubre de nuevo la pura desnudez de su amante, desnuda hasta librarse de los tatuajes por los que su piel había sido siempre reconocida. El pintor ha de vivir viendo madurar a su compañera, convenciéndose de que su belleza ya no está en la limpieza de su perfil ni en la tersura de su piel sino en la dignidad de sus poros abiertos y en la justa flacidez de sus carnes; está en la sabia expresión de su semblante atardecido y en la melancolía de su mirada. Así es la pintura que ha madurado junto al pintor, de contornos cada vez más líquidos, de formas blandas y porosas, de colores profundos y melancólicos, de una madurez armónica y sabia. Hay, por tanto, una depuración y una disolución del signo. El viejo y personal alfabeto de Mon Montoya, escrito con las cicatrices de los recuerdos tiernos y de las emociones puras, alcanzada ya su plenitud, es absorbido por el magma pictórico y disuelto hasta el punto de perder su diferenciada apariencia, quedando reducido a sedimento de líquido derramado, a reseca huella de las horas húmedas. He aquí la gran paradoja: cuanto más elaborada y más madura es su pintura, más se desvanece y más cerca está de la marca ancestral y primigenia. El denso bosque de trazos, marcado por la mordedura del tiempo y fiel a la naturaleza de las cosas, es devorado por sus musgos y sus líquenes, fagocitado por su propio medio hasta convertirse en un nuevo y fecundo humus en el que duermen los gérmenes de imprevisibles promesas. Es difícil saber hacia dónde va Mon Montoya, pero sus obras parecen señalar un momento muy especial de sus coordenadas vitales. Acaba de describir un gran bucle sobre su propia historia, se ha bañado en el plancton nutricio de su primera vida y bucea seguro hacia las simas del oscuro mar de la memoria. Una memoria teñida de luz de atardecer, de presagios leídos en el horizonte rojo del desierto y en las sombrías nubes de la carretera. Todo el progreso formal y toda la carga vital y emocional de esta exposición se concentran y resumen en una obra admirable poblada de rosas azules y cuyo título sólo ha de ser pronunciado por el artista. La pintura es el presente convertido en memoria de lo vivido. En la memoria y en la vida hay golpes secos y hay días normales que, unos con otros, todo lo devoran. Y el tiempo sólo devuelve el dudoso regalo de la lucidez para distinguir lo esencial de lo accesorio, lo auténtico de lo falso. Mon Montoya y algunas personas más saben que sólo vale lo auténtico, que sólo importa lo necesario, que no merece la pena buscar lo verdadero.

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