CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 3 de noviembre de 2011

Luis Mayo. NOBLE SENCILLEZ, SERENA GRANDEZA

Luis Mayo Noble sencillez, serena grandeza 11/07/99 Norte Sg p17 11 Luis Mayo (Madrid, 1964), tal vez presionado por la falsa creencia de que la pintura requiere necesariamente un cierto andamiaje teórico, explica el sentido de su trilogía de tres exposiciones, y habla de legibilidad de la ciudad, de nodos y de mapas vividos, y a punto ha estado de aprenderse la teoría de las redes de Christaller. Esto está muy bien pero me parece innecesario. Aunque una pintura sea figurativa y clara no requiere introducción conceptual alguna, especialmente cuando parece tomarse de campos ajenos al arte. Porque la pintura de Luis Mayo, afortunadamente, es arte, no geografía urbana. Todo se debe a que Luis Mayo cree, como todo el mundo, que es simplemente un pintor de finales del siglo XX. Pero yo sé que en su vida anterior llevaba una casaca con pasamanerías y un sombrero de tres picos, y usaba peluca y caja de rapé, y era muy simpático y educado, lo mismo que ahora. Sé de buena tinta que Mayo era un ilustrado que, en lo intelectual, estaba cerca de Mayans, y en lo artístico, su gusto oscilaba entre el exacto clasicismo de Mengs y la fuerza que percibía en el joven Goya. Pero lo que en realidad le volvía loco, además de una encantadora damisela a la que cortejaba día y noche, era la pintura de Nicolás Poussin; no los cuadros de grandes figuras sino aquellos paisajes con ruinas clásicas en los que solía acontecer alguna fábula y que después hemos llamado clasicistas. Pero esta inclinación hacia Poussin la tenía un poco en secreto, ya que nunca estuvo muy claro si el príncipe de la pintura francesa tenía poco o mucho de barroco, lo cual, en el siglo XVIII no era bien visto. Hay que decir que, en su existencia dieciochesca, Mayo era botánico, gran amigo de Mutis aunque descubrió el arte de la mano de la mujer que le quitaba el sueño, la cual era pintora autorretratista. Tanto se aficionó a los lápices y a los pasteles que llegó a especializarse en el dibujo de ilustraciones de plantas, llegando a adquirir tal maestría en este oficio que fue llamado por el rey para catalogar las plantas del Nuevo Mundo. Estos datos, aportados por un alma errante de toda confianza, vienen a confirmar de modo admirable el juicio que, desde el primer momento, me mereció la pintura de Mayo. Su formación cartesiana le hace concebir el bello montaje de cinco cuadros de modo similar a un eje de coordenadas, y le permite construir objetos ingeniosos en los que el orden es el medio y el fin. Su pasado de botánico le proporciona esa naturalidad con la que trata el mundo vegetal. Su formación neoclásica y castiza al mismo tiempo le aporta una visión solemne pero sencilla, serena y grandiosa, que permite que los edificios muestren la pureza de sus volúmenes sin artificio alguno. Pero a mí me recuerda más a Poussin. En las dos vistas del Acueducto desde la Cuesta de San Gabriel hay una piedra a la que, en uno de los cuadros, le han surgido unas estrías paralelas que la han convertido en trasunto de fuste jónico. Y lo que es un hueco urbanístico sin resolver, se ha convertido en ruina clásica que respira nostalgia por la grandeza del pasado. Serenidad poussiniana que no da paso al jardín melancólico, ni a la romántica ruina de H. Robert, ni al tormentoso celaje de Vernet. Los formatos horizontales y los firmamentos límpidos favorecen la sensación de calma y serenidad. Luis Mayo pinta con admirable franqueza. Mira la realidad pero sabe que lo que hace es pintura. No prodiga la materia más de lo necesario, no insiste. Sólo hasta cierto punto es minucioso. Lo mismo, de distinto modo, le ocurría a Poussin y le ocurre a Antonio López. A veces se consigue hacer buena pintura sin necesidad de descubrir ningún recurso genial o simplemente resultón. A Luis Mayo le basta con transmitir a las cosas su idea de la realidad, y lo hace mediante pinceladas sobrias y limpias, ligeras y casi exactas (que es mucho mejor que exactas), pinceladas escuetas y puras con las que construye la visión de lo urbano desde la puerta de la naturaleza. En el conjunto principal de la exposición, en el que cada cuadro es susceptible de convertirse en continuación del otro, es como si cada rincón campestre tuviera un ojo por el que ver la ciudad. Esta ocasión es una de las contadas en las que vale la profusión de acueductos y alcázares, lejanos, flexibles como el ailanto que los encuadra y como la mano que los crea.

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