CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

lunes, 7 de noviembre de 2011

Mon Montoya. MON MONTOYA,SERENO

CRÍTICA DE ARTE Mon Montoya, sereno Mon Montoya. Pintura. Museo Zuloaga. Segovia. Hasta el 25 de noviembre JESÚS MAZARIEGOS La serenidad es una virtud que se invoca en los momentos difíciles y también ante los retos importantes, cuando uno se la juega. Hace falta serenidad para asomarse al abismo, para elegir un camino en medio de la encrucijada, para aguantar el vértigo de empezar un cuadro, para no rendirse en la lucha con la materia; hace falta mucha serenidad cuando la pintura se vive con riesgo, cuando pintar se convierte en un discurso existencial, en un soliloquio introspectivo, en una carta ininterrumpida que es como un diario de emociones. Mon Montoya (Mérida, 1947) lleva años escribiendo ese diario hecho de sensaciones y sentimientos, de calladas pasiones y de recuerdos cuyo recóndito significado es también rico, complejo e inagotable. Por sus colores tenues o vivos, por la forma tranquila o crispada de su caligrafía, podemos intuir si la historia o la idea que reposa en el cuadro es optimista y esperanzada como un campo en primavera o sombría como el presagio de la muerte. La madurez es un buen momento para la serenidad. Mon Montoya está llegando a una madurez que ojalá no alcance nunca. Confío en que nunca la alcanzará porque a la madurez le sucede la decadencia y la decrepitud. Mon Montoya estará creciendo siempre porque va por caminos poco transitados, porque nunca sabe con exactitud las coordenadas en las que su barco se encuentra, en medio de un mar apenas cartografiado, un mar de dudas que es el único escenario apto para buscar respuestas a las grandes preguntas. Esta es la historia del pintor moderno que, como decía Rafael Baixeras, “no ayuda a dormir bien, no elimina los problemas de conciencia, no broncea la piel, no suaviza los pies, no mata los lagartos cotidianos”. Por eso Mon Montoya se reviste de la serenidad necesaria para nadar en el piélago de la pintura, por eso pinta con la lucidez de quien se ha debatido en la duda y sabe que nunca llegará a la meta, porque no hay meta. Seguir buscando hasta la extenuación, esa es la única manera de permanecer pictóricamente vivo, la única forma de vivir sin traicionarse. Los que piensan que ya han llegado, los que desacreditan todo aquello que difiere de su diminuto universo, los que lo tienen todo claro, están pictóricamente muertos. La exposición de Mon Montoya, que inicia su itinerancia por las capitales castellano-leonesas en la Iglesia de San Juan de los Caballeros, brillantemente comisariada por María García Yelo, ilustra la evolución de su peculiar caligrafía pictórica y apunta a la utilización de una gama de colores más viva y contrastada, al tiempo que establece un mayor divorcio entre los fondos, menos disueltos y más geométricos, y los signos, que también se han hecho más grandes, tangibles e independientes, afirmándose cada vez más como pura mancha, como puro brochazo, sin que, en este momento, pueda decirse que hayan llegado a perder su tradicional naturaleza caligráfica. Así pinta Mon Montoya, así escribe su carta ininterrumpida.

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