CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 3 de noviembre de 2011

Juan Rafael. GRAFFITI COLTO

Juan Rafael Graffiti colto 10/09/99 Norte Sg p10 12 Cuando Juan Rafael (León, 1968) libra su lucha con los materiales, sigue una estrategia determinada por infinitas relaciones cuya complicada madeja oculta la memoria de su origen. Pero el pintor, en un ejercicio de libertad, persigue su objetivo formal y conceptual y trata de formular un mensaje que sea reconocible por su tono de voz, su huella digital, su letra. Entonces, ¿habla, pinta o escribe? Es pintor. Sus letras están muy lejos de la humilde claridad de la carolina de la época feudal, pero no parecen tan expandidas como las de los escribanos del siglo XVI. Sus cursivas manuscritas son de las que engañan al paleógrafo inexperto que se acerca a ellas con decisión y tarda en convencerse de que no será capaz de encontrar ni una sola abreviatura. Las formas plásticas y las letras son propicias al engaño. Los pintores del Renacimiento trataban de engañar con el ilusionismo de la tercera dimensión y hay escritas muchas más mentiras que verdades. Pero Juan Rafael fija en el lienzo la huella de sus gestos y convierte sus pulsiones en signos herederos de las incisiones rupestres, de los secretos rúnicos y de todas las tablillas sin descifrar. Él no puede mentir. Escribe con absoluta claridad en un idioma incomprensible. Su caligrafía pintada no engaña a nadie. Las que engañan son las letras y las sílabas que forman palabras con un significado. Es terrible que la misma “o” y la misma “r” sirvan para escribir “amor” y “dolor”; no debería ocurrir que una sola letra pueda convertir la “suerte” en “muerte”. Las letras encierran el mayor nivel de abstracción, si se les pregunta por su significado en una circunstancia concreta. Pero estos signos codificados, pertenezcan al alfabeto latino, cirílico, hebreo o árabe, tienen una forma independiente de cualquier significado y una capacidad de encadenamiento con la que poder trazar sendas, cubrir superficies o jugar con las obsesiones del espectador. Contra la contingencia y la fragilidad del papel, Giovanni Papini, en su Libro Negro, proponía la creación de una biblioteca de acero que preservara de la destrucción a un puñado de libros fundamentales para la humanidad. Contra la virtualidad del soporte informático no faltan quienes muestran todo tipo de desconfianzas. En las antípodas de tales tribulaciones, los textos emergentes del magma pictórico de Juan Rafael, rechazan la funcionalidad de la transmisión de mensajes del mismo modo que la aspiración a la inmortalidad del discurso. Corren el riesgo de sucumbir bajo el Apocalipsis pero su aspiración es imponer su presencia física a la mirada del espectador y, a partir de ahí, retar desde el misterio de su arcano, no dando demasiadas opciones a la revelación. La compensación la otorga su propia naturaleza pictórica relatando la complejidad de la forma y del color, las huellas y los rascados, la textura del lienzo, la sugerencia de muros o rocas, hogueras o nubes, cartas de amor o despedidas definitivas. El fondo de Juan Rafael hay que buscarlo en el expresionismo abstracto americano, más que nada en Clyfford Still. Sin embargo, sus superficies, mucho más planas y ligeras de lo que aparentan, convertidas en un virtual poliedro schiacciato del que cada cara es un golpe de espátula, sugieren formas que evocan inquietantes envoltorios o muestran surcos que recuerdan al primer Feito. Su gestualismo caligráfico no tiene la violencia expansiva de Cy Twombly ni la rigidez de las corrientes sígnicas. No sé si los principios de Juan Rafael habrán sido como los de aquellos grafiteros del metro de Nueva York, Keith Haring y Jean-Michel Basquiat. Me inclino a creer que no y, en todo caso, Salamanca habría transmitido a sus obras la pátina de los antiguos códices y el reflejo dorado de sus nobles piedras. Si algún día decide probar en la fachada de la Clerecía, es posible que algún arqueólogo municipal se precipite a revelar un nuevo descubrimiento.

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