CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Luis Moro. HUMORES DERRAMADOS

Humores derramados Obra sobre papel. Luis Moro. La Casa del Siglo XV (del 6 al 17 de noviembre) y Sala de exposiciones del Teatro Juan Bravo (del 18 de noviembre al 12 de diciembre). JESÚS MAZARIEGOS Los antiguos sumerios ordenaron la bóveda celeste y acuñaron el primer bestiario en sus sellos cilíndricos y en los primeros emblemas heráldicos que se conocen. Las puertas de Hattusa están defendidas por leones y las de Babilonia por grifos y unicornios. Sus descendientes nos miran desde los capiteles y los aleros de las iglesias y desde las páginas del Dioscórides anotado por Andrés Laguna e ilustrado por Luis Moro (1969). Este pintor, segoviano y viajero, como Laguna, conoce a viejos magos inmortales y tiene trato con sabios antiguos con los que habla a través de su perro, rara bestia que no nació como las de su especie sino que salió del interior de un cuadro, algo dolido a causa de la postura en la que su hacedor le había pintado. Hace siglos que Luis Moro aprendió los secretos de alquimistas y astrólogos y se cree que llegó a beber filtros amatorios hechos con el rocío de la mañana. Se dice que Leonardo le enseñó a descubrir animales fantásticos en las manchas de la pared y que desde entonces, mire a donde mire, los ve allí reflejados, sea en las nubes que preceden a la tormenta, sea en las últimas sombras de la noche o en la tinta derramada sobre el papel. De estas verdades queda la prueba de la presencia de su rostro en algunas obras de Leonardo y de otros maestros de finales del Quattrocento, lo cual es tan cierto como que tomó de su señor, el Duque de Milán, el nombre que ahora usa. Cuando cayó en sus manos el Dioscórides anotado por Laguna, removió Moro los arcanos de su memoria y vio pasar ante sus ojos la mágica historia de la vida del planeta, desde que los hombres soportaban su condición de amebas hasta que los peces decidieron tenderse en la templada arena de las playas, y desde aquel punto hasta el día en que los simios descendieron de los árboles. El resto es conocido por todos. En el almirez de Andrés Laguna se fundían los poderes del solimán y el alivio del acero. En su marmita se cocían secretas hierbas y vísceras de animales cuyo bebedizo, tragado de una sola vez por personas crédulas y predispuestas, aportaba remedio a los males del cuerpo y reconciliaba el alma con los otros reinos de la naturaleza. Luis Moro disuelve sus pigmentos en humores y plasmas orgánicos que dan a sus obras la voluble apariencia de las cosas vivas y el latido de los huevos en el momento anterior al nacimiento. Si sus alacranes provocan saludables escalofríos estéticos, sus mórbidos moluscos son turbadores como las olorosas secreciones de las hembras y los oscuros recuerdos del olor de la madre. En los dudosos umbrales de la muerte del arte y del fin de la historia, confluyen la magia-ciencia y el arte, lo proto y lo posmoderno, las grafías que dicen y las manchas que muestran, Andrés y Luis, fondo y forma. Ya que el fondo de casi todo es, como parece, sobrevivir un poco más, hágase habitable la caducidad: que el ojo mire, que la vista vea, libe, beba ese otro filtro que cura la incultura y la barbarie, ese líquido que Luis Moro nos regala extendido sobre el papel.

No hay comentarios:

Publicar un comentario