CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

viernes, 21 de octubre de 2011

Sel Jiménez. LA ÉTICA CONTRA LA ESTÉTICA

La ética contra la estética
Sel Jiménez

30 de enero de 2004      
Galería Claustro
Segovia

Desde los comienzos de la Civilización, el arte ha sido patrimonio de las clases dominantes, siendo la escultura el medio más eficaz para transmitir ideología. Con el triunfo de las revoluciones burguesas, la Aristocracia y la Iglesia dejaron de ser los únicos clientes de los artistas y, aunque los pintores se hicieron más independientes, no fue éste el caso de los escultores. Ciertamente, es posible hacer buena pintu­ra con muy poco dinero, pero no se puede hacer buena arquitectura o buenos monumentos públicos sin alguien que los encargue y los pague. Así pues, los arquitectos y los escultores se han movido siempre dentro de los márgenes de libertad que les permite el capital y el poder. En cuanto a la escultura, ha estado mucho tiempo vinculada al monumento público, sólo apto para el prócer, el héroe o el dictador y costeado por el Estado liberal burgués, o por el estado monolítico fascista o comunista.
Ese lastre conservador inherente al monumento, se perderá gracias a la renovación formal y al cambio de materiales, en una diversidad que rompe los límites mismos de la escultura, para pasar a hablar, de un modo más genérico, de lo tridimensional. Pero, del mismo modo que siguen haciéndose bustos y estatuas ecuestres, existe también una escultura marginal, en cierto modo subversiva y casi clandestina, que utiliza materiales pobres y cuya temática, en última instancia, está relacionada con la pobreza, como la que es objeto de esta muestra y de este catálogo.
La primera exposición individual de una galería siempre queda para la historia. La exposición de dibujos y modelados en barro de la artista costarricense residente en Segovia Marisel Jiménez, es posible que no cuente con el respaldo unánime ni con el total entusiasmo de los espectadores, es probable que no congregue multitudes y, sin lugar a dudas, más de un gesto de rechazo se dibujará en los labios y en los ceños de las personas más expresivas, pero es seguro que tam­bién provocará la reflexión en muchos de los visitantes, tanto sobre la desigualdad como sobre sí mismos; seguro que suscitará el diálogo y que permanecerá largo tiempo en la memoria de quienes la vean. El resultado de su contemplación ha de ser, por fuerza, contradictorio, entre el placer de haber visto una exposición muy especial, de haber comprendido otro tipo de arte, y el pensamiento amargo que, por otra parte, tantas veces nos asalta, generalmente por peores cauces, sobre la existencia de dolor.
Marisel Jiménez, no es una artista al uso, tampoco es una perso­na al uso. Tiene el mismo problema que todos aquellos a quienes no les gusta este planeta pero no tienen ningún otro sitio a donde ir. Si de la repulsión que produce un mundo cada vez más injusto y más violento, descendemos a percibir el hedor del sistema que nos rige, el problema se hace más próximo y concreto y sólo hay tres alternativas: profesar a disgusto la religión del dios Mercado, soportar a ese inaguantable compañero de viaje llamado Sistema, en esta esclavitud acogedora y calentita en la que vivimos, o bien salir al frío de las tinieblas exteriores, hacerse guerrillero. Cuestión de supervivencia.
Marisel, de momento, como los demás, utiliza el refugio de su pensamiento y se comunica con la sociedad mediante su arte. Ella parece haber optado por volver a la primitiva función del artista como brujo de la tribu, como conjurador de males, mago y sanador. Pero la tribu se ha convertido en la inexpugnable aldea global y, en esta sociedad neocapitalista del siglo XXI, nadie puede nada contra el desorden y el atropello, disfrazados de orden establecido. Entonces no queda otro ejercicio más que la higiene del ensimismamiento, el retiro estra­tégico y la dedicación al arte.
Las esculturas, hechas con el más pobre de los materiales, el barro, no transmiten, ni lo pretenden, las sensaciones que se consideran agradables, suavidad de la superficie, colorido, etc., sino, más bien, la repulsión que produce la enfermedad, la degradación, las heridas, la inanición. Marisel habla muy claro para cualquier persona que tenga los ojos y los oídos limpios y no embotados por la televisión que, de caja tonta, ha pasado a ser fábrica de tontos y la gran infantilizadora de la sociedad. Cualquier persona cabal se da cuenta de que, en demasiados sitios son los necios quienes ostentan el poder, todos ellos aleccionados por los sumos sacerdotes del dios Mercado. Todo el mundo sospecha que, al paso que vamos, en pocos años, nuestras vidas valdrán menos que la de esos pájaros caídos, menos que esas cabezas de animales sin tronco, menos que el orín de los perros. Marisel también lo sabe.
¿Estoy queriendo decir que Marisel Jiménez tiene el poder de la clarividencia y de la premonición, y que quisiera ser una especie de ONG y, en lugar de hacer colectas y mandar correos-rueda por Internet, intenta llamar la atención utilizando su arte como medio para conseguirlo? Rotundamente no. Para Marisel que, ante todo, es una artista, el arte no es un medio sino un fin en sí mismo, con unas técni­cas expresivas, con un lenguaje determinado y con una temática bastante clara; y, eso sí, por supuesto, también con una clara intención y una enorme carga ética.
Los animales que modela Marisel son iconos simbólicos del des­valimiento y del desamparo. Del hecho de que estos animales sean representados mediante la imagen de la cabeza, no debe deducirse que sean cabezas cortadas, como trofeos de una bárbara cacería o naturaleza muerta en la trastienda de una carnicería. Muy al contrario, debe entenderse que los animales están tratados como personas, a las que suele reconocerse por su foto del D.N.I. ya las que la escultura, tradicionalmente, ha representado mediante retratos y bustos, sin que de ello se deduzca que esa parte del cuerpo les haya sido previamente separada del tronco. Si se da la vuelta al razonamiento, se comprenderá que las piezas de Marisel son la imagen de una humanidad doliente, enferma, muda, triste y desamparada; una humanidad decapitada. En los rostros de estos animales, porque, indudablemente, estos animales tienen cara, se aprecia una expresión implorante que, a veces, se torna de recelo y reproche, quedando bastante claro que no es el mundo animal el que nos pide cuentas sino el ochenta por ciento de la Humanidad.
Marisel añade contextos a sus figuras, generalmente objetos encontrados, que incorporan nuevos significados o matizan los ya existentes. Desde la cuna hasta el cochecito, la escalera-altar o la bandeja, todos aparecen como nuevos factores de conflicto para el espectador que los contempla. En este sentido, la exposición posee un fuerte componente conceptual, desde el momento en que puede hacer que el propio visitante se pregunte ¿Qué hago yo aquí?¿No se supone que el arte recrea la vista y ayuda a evadirse de los pro­blemas?
Los dibujos, como no podía ser menos, traducen la equivalencia de las asperezas del barro en un pronunciado tachismo cuyos trazos enérgicos, al tiempo que dotan de fuerza expresiva a la figura, parecen inmovilizarla con una maraña de alambres. Son dibujos sin efectismos ni sofisticación alguna, dibujos pobres sobre un papel pobre. dibujos ásperos que muestran el lado menos suave de la vida. Es el mismo tratamiento cruel que Marisel aplica a su propio autorretrato. El hecho de que su efigie, igual de lacerada que el resto de la galería de personajes, forme también parte de la misma, avala y reafirma la identificación simbólica entre las imágenes de animales. y la Humanidad a la que representan.

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