Claustro abierto
Colectiva inaugural de la Galería Claustro
13 de diciembre de 2003
Segovia
Claustro, como clausura, es palabra derivada de claudere, cerrar. Un claustro es un patio cerrado en torno al cual se organiza la vida de un monasterio o de un convento. Cerrado se hizo este claustro hace cuatrocientos años, cuando en la arquitectura española dominaba la desnudez herreriana, la frialdad impuesta por El Escorial.
Desde entonces, especialmente desde que, en el siglo XIX, el claustro quedó vacío, el tiempo fue abriendo en torno a él grietas que acabaron desmoronando el edificio del que formaba parte, de modo que, desaparecido el organismo al que este corazón servía, se quedó solo y pensativo, tratando de imaginar una nueva función que le sirviera para seguir cobijando del frío y de la lluvia a quienes quisieren, para regalar el sol de las mañanas de otoño, a través de sus arcos, a quienes lo precisaren, y para facilitar el encuentro, el paseo y la grata conversación a quienes fuere menester. El paso de los años ha dotado a este claustro de una noble pátina que le hace parecer un viejo sabio, aunque ya casi no recuerda las femeninas voces de las Vísperas, la persistencia de las letanías ni el gotear de las jaculatorias.
Sus piedras apenas retienen, en su mineral memoria, la dulce sensación de ser tocadas por unas manos blancas, unas veces para bendecir su frescor, otras para aliviar su soledad y tener en ellas un mudo confidente de los secretos del corazón. Alguno de estos nobles soportes, conserva en su memoria el recuerdo del calor de un pómulo apretado contra su hirsuta superficie, y la cercanía de unos labios que hablaban en voz baja y, de cuando en cuando, susurraban un nombre, una y otra vez ese nombre, siempre el mismo nombre. La piedra recuerda su calor y su aliento, y que hablaba en voz baja y que repetía siempre el mismo nombre, pero no recuerda lo que decía ni cuál era aquel nombre.
Esta arquitectura desnuda y exacta, sabe mucho de azares y fortunas, de amores y de odios, de desconsolados soliloquios a su oído y de las limitaciones y contradicciones humanas. Sabe que la vida es un rosario de azares, una cadena de imprevistos, una serie aleatoria de factores que mueve la loca rueda de la fortuna. Por eso no se ha sorprendido demasiado de su nuevo destino. Ha debido ir previéndolo a medida que la rehabilitación le volvía en sí y le hacía recuperar la conciencia.
Si hace unos años, algún quiromante les hubiera leído a estos pilares las rayas de sus piedras, seguramente no habrían entendido bien su destino. Ahora que ya lo saben, superada la primera sorpresa, estoy seguro de que lo consideran como una recuperación de la dignidad perdida. Si, en su juventud, los ojos de estos arcos veían otro sol más tamizado, respiraban más oxígeno en el aire y veían, de noche, las estrellas, se han ido acostumbrando poco a poco a que el sol les abrase, a respirar peor y a no poder distinguir las constelaciones en la bóveda del cielo. Vieron también cuadros con alegorías sacras, colgados de los muros, pequeñas procesiones con imágenes de vírgenes morenas y de santos remediadores, llevadas en andas por púberes novicias de ovalados rostros, ojos voladores y andar ondulante.
Ahora, en su segunda vida, sopesarán lo nuevo y lo pasado, con pesar comprobarán que, en la arquitectura moderna, el medio punto y los demás arcos han retrocedido ante el dominio de los dinteles. Algunos discutirán, a buen seguro, sobre el ayer y el hoy de las pinturas y, a fuerza de ver, se harán expertos y conocedores en arte; y de escuchar conversaciones dichas en voz baja, puede que un día sean sabios. Entonces concluirán, con lucidez, que la belleza no puede definirse fácilmente, aunque la sigan viendo, incorruptible, en otros rostros, otros ojos y otros talles.
En su nueva vida, estos arcos y estos muros, a punto de olvidar por completo el recato de la clausura y su posterior existencia, desolada y estéril hasta que unas manos sensibles los rescataron del olvido, se tornarán laicos y mundanos, discutirán formas y conceptos, abrirán más los ojos ante los descubrimientos y las revelaciones, y fruncirán el ceño frente a lo mediocre, mas nunca perderán la compostura por defender idea alguna, pues bien saben que no hay verdad que valga, verdad definitiva, ni en el arte ni en la vida hasta que concluye.
Porque, en medio de la seriedad que los centenarios sillares imponen, éste es un claustro abierto, como si las caras de este prisma central, lleno de aire, se hubieran desplegado y abatido como una caja que se deshace y se transforma en voladoras tarjetas de colores. Pero lo cierto es que la arquería no se ha movido de su sitio y sigue delimitando, como en una casa romana, ese gran impluvium, ese gran prisma de aire libre inserto en un edificio que decide vivir hacia adentro y ensimismarse.
Así pues, el espacio de esta galería viene a ser como el hueco que queda en una caja cuando metemos en ella otra de menor tamaño, y su planta es el espacio entre dos cuadrados concéntricos. Este espacio oblongo y acodado que, con cierta propiedad, podríamos llamar peristilo, imposible de abarcar de una sola mirada, tiene algo de cíclico y de continuo, de Cinta de Moebius, de lugar propicio a los encuentros, especialmente a los provocados, y a las evasiones súbitas.
En esta primera exposición colectiva e inaugural de la Galería Claustro, están representados veintitrés artistas de las más variadas tendencias. El único factor común a todos ellos es su relación con Segovia, donde unos nacieron y a donde otros han venido para quedarse. Segovia es una ciudad con un notable número de creadores, de modo que, aunque sí son todos los que están, no están todos los que son; irremediable limitación de cualquier selección.
Si para acercarnos a los pintores quisiéramos hacerlo bajo el criterio de un orden determinado, el alfabético coincidiría con cualquier otro criterio razonable, pues señalaría el cuadro de Emiliano Alvarado como la obra que abre la serie de artistas y la nueva vida de este espacio. Su relajante geometría y sus apagados colores le aportan un aire monacal, al tiempo que sugieren una puerta entreabierta. Bien puede, por tanto, simbolizar, la puerta por la que se sale del convento y se entra en la galería. Abierto queda, pues, el claustro y abierta está la nueva galería.
Abierta, solitaria y luminosa es la ventana, mirador o galería a la que Amadeo Olmos antepone un cardo, no sabemos a qué distancia, de qué tamaño, ni de qué naturaleza, vegetal o de bronce, ni si la galería existe en la ficción de la representación, o es también una imagen, un cartel en la pared. Si en esta exposición hay un cuadro que respira trascendencia, una pintura que, sin intención de ser religiosa, roza y aun alcanza el misticismo, es la obra simbólica de Jesús González de la Torre. Las referencias figurativas y literarias de su tríptico, más que cristianas, son panteístas.
Siguiendo por la vía del recogimiento y el silencio, la obra de Marta Iglesias, en su delicada sencillez, siempre ha hecho compatibles la fría síntesis del geometrismo y el calor de la ternura. Mesa Esteban Drake hace una abstracción, al parecer, de origen vegetal, que se ha ido esclerotizando hasta constituir una lección de sobrio cromatismo y sabia composición. Algo semejante ocurre con la obra del llorado José Manuel Contreras, en la que, a partir del motivo de una casa, desarrolla dos propuestas muy diferentes, una geométrica constructivista y otra más vaporosa y rothkiana.
Desde ese clima de retiro y meditación, el claustro se abre al paisaje, mirando a través de la severa puerta de Juan José Sebastián, donde lo atmosférico invade el espacio, mientras las nubes pintan cárdenos crepúsculos en la lejanía. Paisaje de luz vespertina y concepción convencional, es el cuadro de José María Pérez de Cossío, y paisajes fragmentados, coloristas y poliédricos son las obras de Mariano Carabias y de Eloísa Sanz. En el cuadro de Carabias, los campos de color parecen disputarse el territorio del lienzo, entre mínimas citas clasicistas. En la obra de Eloísa, su jardín está dejando de ser un paraíso y, entre las yucas y los nopales, crecen y se multiplican, unas sobre otras, otro tipo de plantas, con forma de prisma y con ventanas. Fragmento de paisaje son las incandescentes piedras que sirven de disculpa, en la obra de Juan Pita, para hacer un disciplinado estudio de volumen y de color.
En la abstracción de Patricia H. Azcárate, sobre la uniforme superficie amarilla-anaranjada que ocupa la mayor parte del lienzo, pequeñas masas de color, que parecen fluidos más densos que el mar por el que se desplazan, dejan tras de sí estelas que son la trayectoria del tiempo y la historia de sus recuerdos. Como formas sobre un fluido pueden considerarse los signos con los que Mon Montoya extiende su particular escritura, densa hasta formar una red que es la trama de su diario de a bordo íntimo y del poso de su memoria.
La pintura de Carlos de Paz está en un extremo de la abstracción. Su informalismo radical la convierte en pintura desnuda, expresada en grandes pinceladas autosuficientes hasta el punto de funcionar como formas autónomas. Abstracta es también la obra de Isabel Rubio pero, en ella, las luces y las sombras crean leves ilusiones espaciales, pronto neutralizadas por las leonardescas grafías que afirman la inmediatez del plano sobre el que están escritas.
La obra de Domiciano, heterodoxa en los materiales y marcadamente conceptual en la intención, sugiere la posibilidad de ver los símbolos de la vida y, en consecuencia, la vida misma, a través del filtro de diversas subjetividades, pero con la posibilidad de utilizar los resquicios que permiten llegar hasta la luz del conocimiento.
Inclasificable, a primera vista, resulta la personalísima obra de Antonio Madrigal. No obstante, aun considerando su particular lenguaje, es un buen ejemplo de lo que, desde hace tiempo, se conoce como Nueva Figuración, caracterizada, entre otras cosas, por ser las figuras las generadoras del espacio y por asimilar el pasado expresionista e informalista. Completamente distinta, pero en las mismas coordenadas neofigurativas, estaría la obra de Ángel Cristóbal, ante la que se puede pronunciar la palabra academia, entendida en el mejor sentido posible. Su cuadro es un delicado homenaje al origen de la pintura, a la vocación pictórica que, con frecuencia, suele comenzar por una caja de acuarelas. Aunque la obra de Carlos Costa parece, a primera vista, la obra más naturalista de la exposición, entroncaría también con la neofiguración, tal como la definió Venancio Sánchez Marín, siendo en los fondos donde Costa elimina el espacio y donde despliega la herencia de informalismo en su modalidad matérica.
Entre los que se ocupan de los animales, si Costa se refiere al hombre, otros dos pintores se ocupan de los irracionales. Francisco L. Tardón pinta un mundo posnuclear en el que la chatarra procedente de las máquinas anteriores a la catástrofe se asocia con un toro, no como prótesis sino como símbolo de la vuelta a lo arcaico. Hace un tiempo que Luis Moro pasó de los mamíferos a los insectos, pues éstos le ofrecen gran variedad de efectos en la transparencia de las alas, en los brillos de los élitros y en los tornasolados e indefinibles efectos de color. A partir de ellos, Moro desarrolla un mundo colorista y fantástico.
Dos esculturas completan la exposición. La de la pintora Sofía Madrigal es un relieve cubista, un agobiado paisaje gris que desarrolla la visión cenital de unos pasos elevados de carreteras; pesimista visión urbana, si no tuviera esa silueta en la que, con actitud predispuesta, se le puede encontrar un aire de festivo guitarrón.
La otra obra escultórica es la de Sel Jiménez, obra dura y amarga, denuncia contra la desigualdad y la injusticia, obra que confirma, en los tiempos que corren, que el arte no tiene por qué ser bello, que no puede ser bello, al menos que miremos para otro lado, y eso es lo que casi todos hacemos, para poder seguir mirando. Cabe preguntarse si Sel Jiménez es la única que ha entendido la misión del artista o si es la que, de una manera más manifiesta exhibe su propia contradicción. No es posible que lleguemos a saberlo. Los árboles no nos dejan ver el bosque. Todos estamos dentro del sistema. El arte está dentro del sistema, forma parte del sistema.
Esta contradicción, en su imposibilidad de demostrar la certeza de uno u otro extremo, lo que sí nos asegura es que estamos hablando de arte, del arte de aquí y de ahora. Éste es el arte de hoy en Segovia.
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