Crítica de arte
Después de la hecatombe
Francisco Lorenzo Tardón.
Pintura. Torreón de Lozoya. Hasta el 2 de septiembre.
Jesús
Mazariegos
Cataclismo, hecatombe, catástrofe.
Ruina, muerte, tragedia. Hace tiempo que Francisco Lorenzo Tardón sea ocupó en
pintar las contracciones orogénicas que alumbraron las montañas, las sucesivas
destrucciones de la vacía epidermis del planeta y la lenta formación de los
fondos marinos. En algunas simas recónditas puso a incubar grandes huevos graníticos
a los que, con los años, sucesivas metamorfosis convirtieron en amenazantes
misiles.
Hierro, máquinas, óxido. Tierra,
fuego, sangre. Los guerreros de aquel mundo, cuando reventaron sus caballos,
los vendaron con gasas encoladas y los cubrieron con chapas y desproporcionados
apósitos. Lorenzo Tardón no quiso pintar los breves y trágicos momentos en los
que la humanidad habitó la Tierra, sino que dio vida a una nueva civilización
surgida de los despojos de las últimas batallas.
En los refugios subterráneos
cubiertos por montones de chatarra, la promiscuidad y las mutaciones hicieron
germinar una nueva raza de seres zoomórficos y de homomáquinas que, a menudo,
se complacían en simular que se filmaban con cámaras mutiladas y obsoletas. Los
que gozaban de la facultad de volar, un volar chirriante y espasmódico, se
refugiaban en los templos románicos que, anegados por los sedimentos de las
inundaciones generalizadas, sólo permitían la entrada por las ventanas.
Silencio, agua, vida. En los
nuevos lagos y en los antiguos océanos, el calor telúrico animó el renacimiento
de olvidadas especies vegetales que lograron colonizar las playas y algunos de
los montículos de chatarra. La radiación latente y la fantasía del pintor fueron
provocando nuevas metamorfosis hasta poblar las regiones pictóricas de seres
estrafalarios que se resisten a desaparecer de los cuadros de Tardón, pues ésta
es su única forma de comunicación y de vida.
Francisco Lorenzo Tardón
(Segovia, 1937), es de esos pintores que crean un lenguaje propio e
inconfundible del que muy difícilmente se pueden desprender sin trauma ni
violencia. Pero no es sólo la característica temática de seres simbióticos lo
que hace identificable las obra del pintor segoviano; ahí está esa pincelada
parca pero fresca, precisa pero suelta, decididamente chardiniana en su
sobriedad y portadora de esos colores ácidos, claros y valientemente
contrastados que son su tercera nota de identidad.
En las últimas obras, desde la
madurez que dan los años, Paco Tardón mira a su alrededor y se maravilla ante
las flores del mundo real, ante el cuerpo femenino y ante la música; y observa,
complacido que los misiles envejecen en sus silos mientras las niñas aprenden a
tocar el violín.
Mientras los grupos residuales
de antropozoos se baten en retirada (Cielo
y agua ultramar), el pintor emprende la restauración de la vida y de la
esperanza, aunque no olvida la permanente amenaza. Sobre las viejas chapas, que
ahora ocultan su herrumbre y sus cicatrices bajo pentagramas pintados, surge,
con una corporeidad vaporosa y sensual, la mujer eterna, encarnando la música.
Parece que Tardón quiere
frecuentar más a los humanos de cada día, pero estas víctimas desinformadas, al
penetrar en su territorio pictórico, sufren pequeñas mutilaciones o sienten cómo
sus vestidos se endurecen y se convierten en cartón-piedra; ven vaciar las
cuencas de sus ojos o quedan inmovilizados para siempre formando un solo bloque
con su asiento, mientras su piel y sus ropas van tomando el color, la fragilidad
y el tacto de la escayola. Sólo la música, vibración invisible del aire, fluye
de la boca de metal dorado y, al mirarse en su forma escrita como en un espejo
de feria, huye dejando el atril sin partitura.
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