CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

miércoles, 26 de octubre de 2011

Francisco Lorenzo Tardón. DESPUÉS DE LA HECATOMBE


Crítica de arte

Después de la hecatombe


Francisco Lorenzo Tardón. Pintura. Torreón de Lozoya. Hasta el 2 de septiembre.


Jesús Mazariegos

Cataclismo, hecatombe, catástrofe. Ruina, muerte, tragedia. Hace tiempo que Francisco Lorenzo Tardón sea ocupó en pintar las contracciones orogénicas que alumbraron las montañas, las sucesivas destrucciones de la vacía epidermis del planeta y la lenta formación de los fondos marinos. En algunas simas recónditas puso a incubar grandes huevos graníticos a los que, con los años, sucesivas metamorfosis convirtieron en amenazantes misiles.
Hierro, máquinas, óxido. Tierra, fuego, sangre. Los guerreros de aquel mundo, cuando reventaron sus caballos, los vendaron con gasas encoladas y los cubrieron con chapas y desproporcionados apósitos. Lorenzo Tardón no quiso pintar los breves y trágicos momentos en los que la humanidad habitó la Tierra, sino que dio vida a una nueva civilización surgida de los despojos de las últimas batallas.
En los refugios subterráneos cubiertos por montones de chatarra, la promiscuidad y las mutaciones hicieron germinar una nueva raza de seres zoomórficos y de homomáquinas que, a menudo, se complacían en simular que se filmaban con cámaras mutiladas y obsoletas. Los que gozaban de la facultad de volar, un volar chirriante y espasmódico, se refugiaban en los templos románicos que, anegados por los sedimentos de las inundaciones generalizadas, sólo permitían la entrada por las ventanas.
Silencio, agua, vida. En los nuevos lagos y en los antiguos océanos, el calor telúrico animó el renacimiento de olvidadas especies vegetales que lograron colonizar las playas y algunos de los montículos de chatarra. La radiación latente y la fantasía del pintor fueron provocando nuevas metamorfosis hasta poblar las regiones pictóricas de seres estrafalarios que se resisten a desaparecer de los cuadros de Tardón, pues ésta es su única forma de comunicación y de vida.
Francisco Lorenzo Tardón (Segovia, 1937), es de esos pintores que crean un lenguaje propio e inconfundible del que muy difícilmente se pueden desprender sin trauma ni violencia. Pero no es sólo la característica temática de seres simbióticos lo que hace identificable las obra del pintor segoviano; ahí está esa pincelada parca pero fresca, precisa pero suelta, decididamente chardiniana en su sobriedad y portadora de esos colores ácidos, claros y valientemente contrastados que son su tercera nota de identidad.
En las últimas obras, desde la madurez que dan los años, Paco Tardón mira a su alrededor y se maravilla ante las flores del mundo real, ante el cuerpo femenino y ante la música; y observa, complacido que los misiles envejecen en sus silos mientras las niñas aprenden a tocar el violín.
Mientras los grupos residuales de antropozoos se baten en retirada (Cielo y agua ultramar), el pintor emprende la restauración de la vida y de la esperanza, aunque no olvida la permanente amenaza. Sobre las viejas chapas, que ahora ocultan su herrumbre y sus cicatrices bajo pentagramas pintados, surge, con una corporeidad vaporosa y sensual, la mujer eterna, encarnando la música.
Parece que Tardón quiere frecuentar más a los humanos de cada día, pero estas víctimas desinformadas, al penetrar en su territorio pictórico, sufren pequeñas mutilaciones o sienten cómo sus vestidos se endurecen y se convierten en cartón-piedra; ven vaciar las cuencas de sus ojos o quedan inmovilizados para siempre formando un solo bloque con su asiento, mientras su piel y sus ropas van tomando el color, la fragilidad y el tacto de la escayola. Sólo la música, vibración invisible del aire, fluye de la boca de metal dorado y, al mirarse en su forma escrita como en un espejo de feria, huye dejando el atril sin partitura.

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