Crítica de arte
Polvo enamorado
Mario (Mario Antón Lobo). Fotografía y dibujo.
Casa de los Picos. Hasta el 17 de febrero.
Jesús Mazariegos
Numeroso
público ha visitado, al reclamo de las fotografías visibles desde la calle, la
exposición en la que Mario Antón Lobo. Este profesor de Música, a pesar de ser
de carne mortal y vivir en nuestros días, arrastra un origen, al parecer,
mítico, pues nació prodigiosamente en Cabezuela y en Aguilafuente y, aunque los
documentos señalen 1936 como fecha de su nacimiento, no aparenta tener más de
40 años. Además se hace llamar por su nombre de pila, como algunos hombres
singulares, Rafael o Miguel Ángel, o como su homónimo, el cónsul popular del
siglo I a. C. que mantuvo una guerra civil contra Sila y el Senado. Sin embargo
hace fotos y dibujos, frutos de sus atentas andanzas y de sus ensoñadas
estancias. Los primeros, grandes fotografías sobre divón, llenan el vestíbulo y
hacen las delicias de un público que disfruta identificando las localizaciones,
casi todas de Segovia capital, algunas de la provincia y otras de la comunidad,
como el Claustro del Monasterio de Silos, con las inconfundibles aves de sus
capiteles, origen de las que vemos en los pórticos de estos lares.
Son bellas fotografías sin
pretensión metafísica ni conceptual, sin claves que descifrar ni secretos que
descubrir. Tal vez admitieran ser leídas como un elogio de las estaciones, donde
el Otoño se llevaría la mejor parte.
Otra cosa muy distinta son los
dibujos colgados en el patio, segunda parte de la exposición, la de la quietud
y la ensoñación, la visionaria e introspectiva, pero sin embargo ligera, amable
y optimista. Hay en estas obras mucho de dibujo semiautomático de los que se
hacen en las reuniones tediosas, en las clases insulsas y en las conferencias
aburridas, aunque se presentan, digamos, 'pasados a limpio'. Por fortuna para Mario,
el autor no asiste a tantos eventos insufribles como para tener que remediarse
con tantos dibujos, sino que los hace conscientemente pero dando entrada al
azar en un primer trazo incontrolado que condiciona el resto, y dejándose
llevar, a ratos, por esa tendencia al 'horror vacui' y a la repetición que
todos tenemos alunas veces, creando tramas, redes, cuadrículas, aguas y todo
tipo de superficies donde las gruesas líneas negras se combinan a iguales con
el blanco del fondo.
Pero también hay aquí conscientes
tomas de decisión, que aportan a cada dibujo su carácter propio, casi siempre
con elementos antropomórficos, zoomórficos o de paisaje, lo cual acaba insuflando
cierta vida a lo que era una trama de líneas. Asoman por doquier elementos
blandos, de filiación surrealista, que son un fruto natural de esta manera de
proceder. Estas formas que, por el carácter plano del dibujo, no llegan a ser
cartilaginosas, aportan elasticidad a unos iconos que, por regla general
mantienen el esquema de una figura con base sobre la que reposar, y una
estructura más o menos ramificada.
Aún queda un recurso más que es la
inclusión de texto escrito, muy bien traído y aplicado en la pieza que contiene
un soneto de Miguel Hernández y otro de Quevedo, el que empieza: 'Cerrar podrá
mis ojos la postrera...', que Mario prolonga indefinidamente, repitiendo las
últimas palabras del último verso, no sé si de forma totalmente inocente. Por
supuesto, el amor está presente. Y también el humor.
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