Crítica de arte
Las edades del arte
El Árbol de la Vida. Catedral de Segovia.
Jesús Mazariegos
La exposición El Árbol
de la Vida, sea cual sea su disposición, su oportunidad o su intención, sea
cual sea su número de visitantes y su composición por edad, sexo y profesión, sea
cual sea el contexto sociopolítico, no es necesario unirse a los corifeos que
entonan la continua loa con fundamento o sin él, y la sistemática hipérbole,
según la cual cada muestra es a un tiempo insuperable y superior a la anterior,
para apreciar las distintas formas de belleza y el alto nivel artístico de las
mayoría de las obras que forman parte de la exposición.
Puesto que ni el más
escueto de los resúmenes podría sintetizar la muestra, veamos el proceso de formación
de la imagen religiosa piadosamente eficaz. Rompamos un poco los viejos tópicos
que no sirven con nuevas ideas basadas en la moderna investigación.
Primera: el carácter
didáctico que tradicionalmente se atribuye a la imagen religiosa, especialmente
en la Edad Media, es más que relativo. Las imágenes no son el libro de los
iletrados. Así, muchas obras accesibles al público llevan explicaciones
escritas y, por el contrario, abundan las imágenes en lugares a los que sólo
tenían acceso los monjes, que sabían leer, como son los claustros y los códices
miniados.
La segunda idea es que
el hombre medieval tenía una moral libérrima y no estaba, en absoluto, obsesionado
por la religión. Los juicios finales de los tímpanos, por ejemplo, eran para él
un mundo de fantástica belleza, como lo eran para los monjes las ilustraciones
de los códices. Esto está muy bien recreado en ‘El nombre de la rosa’ de
Umberto Eco, pero ya lo decía San Bernardo en la segunda mitad del siglo XII.
Como ejemplo, aunque de
época posterior, pueden servir las vidrieras de la Catedral. Pocas personas
serían capaces, tanto ahora como en el siglo XVI, de identificar los temas y,
mucho menos, de asociar cada tema de la ventana central con las dos prefiguraciones
de las ventanas laterales, a pesar de la cartela que titula cada ventana. Lo
que la gente veía y ve es la belleza de los colores que tiñen la luz cuando
traspasa el cristal. Todo esto quiere decir que los hombres y las mujeres
siempre se han maravillado ante la belleza y las obras de arte, la mayor parte
de las veces desconociendo o confundiendo su significado.
El modelo de imagen
religiosa tal y como ahora la entendemos, madura a partir de la segunda mitad del siglo
XVI. En el Renacimiento español apenas hay clasicismo, pues las obras, o bien
arrastran rémoras góticas o bien son ya manieristas. Así, el patetismo germano-borgoñón
congeniará en el gótico con el recio carácter castellano y, en el segundo
tercio del siglo XVI, conectará muy bien con el nerviosismo y la agitación de
Alonso Berruguete, cuya extravagancia y alejamiento de la realidad,
genuinamente manieristas, impedirán que sus imágenes sean piadosamente
eficaces.
Será otro manierista, Juan
de Juni, más bien un protobarroco, muy bien representado en la exposición,
quien dote a sus figuras, más corpulentas y realistas, de una mayor expresión,
a veces patética. En esta línea marcada por Juni en su ‘Santo entierro’ y en su
‘Virgen de las angustias’ o ‘de los cuchillos’, están no pocos calvarios del
siglo XVI en los que el dolor gesticulante de sus personajes es lo más alejado
de la armonía clasicista. En el Barroco, esta línea, digamos, ‘dura’, culminará
en las llagas sangrantes y en los cristos muertos de Gregorio Fernández, así
como en los cadáveres descompuestos de Valdés Leal.
Si la línea anterior
tiene que ver con la ascética, la otra vía, la dulce y gratuita, está más cerca
de la mística. Arranca del Jesús tierno y algo empalagoso de Juan de Juanes,
pasa por el bellísimo y conmovedor ‘Jesús con la cruz acuestas’ de El Greco,
con sus ojos inundados, culmina en las ‘Purísimas’ de Murillo y se prolonga en
la ñoña imaginería romántica y posterior, cuyo representante más conspicuo es
el ‘Corazón de Jesús’.
El dolor contenido que
no puede con la belleza, lo que sería una vía intermedia entre las dos
anteriores, está representada por la ‘Piedad’ de Morales, y por la magnífica ‘Dolorosa’
de Pedro de Mena. No cabe duda de que los modelos barrocos son nuestro
principal referente de la imagen piadosa, comunicativa, suasoria, dulce o
áspera pero siempre conmovedora, nunca indiferente.
Es difícil saber si hoy
siguen ejerciendo su función desde los altares y si, en esta exposición, ni más
ni menos que como cualquier obra de arte en otras exposiciones de masas, no se
habrán convertido también en meros objetos de consumo cultural.
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