Crítica de arte
Labor omnia vincit
25 años de
la Escuela de Arte de Segovia. Casa de los picos. Segovia. Hasta el 31 de mayo.
Jesús
Mazariegos
El
trabajo vence todas las dificultades. Este lema de la vieja escuela no está muy
lejos del despreciable “la letra con sangre entra”, pero se opone convenientemente
al demoledor “aprender sin esfuerzo” hoy imperante. Del mismo modo que la
sangre sólo genera odio y sangre, el esfuerzo, que es necesario hasta para
poder atender con decoro las más elementales exigencias naturales de la supervivencia,
es absolutamente necesario para el aprendizaje. Quien dice esfuerzo, dice
voluntad, ilusión y renuncia a muchas cosas.
Es
cierto que el “Labor omnia vincit” arrastra determinadas adherencias un tanto
rancias por el uso que de él han hecho los también amigos del palo y del
castigo. Despojada la máxima de estas adherencias, hay que reconocer que su
propuesta es más realista que la del “a Dios rogando y con el mazo dando”. Esta
simbiótica propuesta, procedente del monástico “ora et labora”, ha ido prescindiendo
de su primera parte, que, a veces, ha sido sustituida por nuevos sucedáneos escondidos
entre modernas supersticiones mediáticas de horóscopos, tarots y amuletos a los
que no falta quien se entregue, a juzgar por la proliferación de videntes, echadores
y quiromantes.
El
trabajo no es ni una maldición bíblica ni un medio de santificación ni el signo
del elegido. Si se parte de la propuesta ilustrada “instruir deleitando”, el
trabajo de aprender se convertirá en un placer intelectual que, en el caso del
aprendizaje artístico, puede ser, incluso, un placer sensual.
La
formación o preparación del artista consiste en aprender a resistir y a ganar
la batalla que ha de librar con los materiales, con los procedimientos, con las
infinitas imágenes que se alojan en su mente y consigo mismo, en ese parto
doloroso y gozoso que es el proceso de la creación artística y que tiene lugar
en los momentos de la realización material de la obra de arte.
Librar
esa batalla y a ganarla con dignidad, es el fin que persigue la enseñanza del
arte. En ella siempre he visto una gran contradicción de fondo: que no se puede
enseñar a ser artista, igual que no se puede enseñar a ser bueno o a ser alto o
a ser un cretino. Incluso en el aprendizaje de la Historia del arte, creo que
es necesaria la existencia de un sexto sentido, de un olfato, de una sensibilidad
especial. Enseñar a ser artista es como enseñar a ser poeta, y es bien sabido
que no existe la Facultad de Poesía, como tampoco existe escuela de Crítica de
arte. Quizás sea ésta una explicación del estado de la poesía y de la crítica.
Topamos,
pues, con el viejo dilema de si el artista nace o se hace. La cosa parece
clara: El artista nace y se hace. Pero si no nace, será muy difícil que se haga,
por mucha escuela o academia que frecuente; y si nace, es posible que sus
potencias queden enterradas si no cuenta con la aportación de oficio y visión
que la escuela de arte proporciona. Las facultades del artista necesitan ser
canalizadas por la enseñanza de la escuela o, al menos, serán notablemente
mejoradas, salvo excepciones.
La
Escuela de Artes de Segovia ha despertado y potenciado la creatividad de muchos
artistas en ciernes. Muchos de ellos son hoy artistas reconocidos, como Mariano
Carabias, que es profesor de la misma Escuela, como Luis Moro, que expone
actualmente en Roma, como los veintidós artistas que configuran esta exposición
que es como una bandera de modernidad.
Todos
ellos supieron abrir los ojos y los oídos ante los trazos de sus maestros y
guardaron en su mente algunas de sus frases. Sus obras son frutos personales
pero, como decía Engels, aunque ya no se lleve citarlo, “todo lo que hacemos o
decimos sale de nuestra mente, pero todo lo que tenemos en la cabeza lo hemos
aprendido, ha entrado de fuera”.
No
citaré nombres sino que invitaré a visitar la muestra en esa bandera de
modernidad ha sido siempre La Casa de los Picos, anunciada por una banderola
azul diseñada por el maestro Mon Montoya.
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