MEMORIA DE AZULES
Agustín de Celis
19 de febrero de 2004
Galería Amparo Gámir
Madrid
La pintura siempre ha tenido una intencionalidad que va más allá de lo que parecen expresar los elementos visibles de la representación. Si el clasicismo persigue lo bello, asentado sobre la peana numérica de la armonía y el equilibrio, será el artista romántico quien supere la noción misma de lo bello para dar paso a lo sublime. Si, para la construcción de lo bello como objeto externo, el artista clasicista parte de una visión selectiva de la realidad que excluye lo deforme y lo desproporcionado, el artista romántico persigue la expresión de su mundo interior y, para ello, parte de ciertos fenómenos de la realidad, especialmente grandiosos, frente a los cuales se resiente la capacidad humana para asimilarlos.
Tanto Pseudo Longino en su Tratado sobre lo sublime, como Addison en Los placeres de la imaginación, como Burke en su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, se hace referencia al contradictorio efecto de "agradable horror" que produce lo sublime, mientras que, en el Prólogo a las Baladas Líricas, Wordsworth afirma que, ante lo sublime, "el mecanismo de nuestra sangre se detiene, nuestro cuerpo se echa a dormir y se hace espíritu viviente", lo cual recuerda al "sueño de la razón" goyesco, entendido como voluntaria convocatoria de la visión maravillosa o terrorífica. Kant, en la Crítica del juicio, afirma que lo bello es algo exterior al individuo y está ceñido a la medida y a la forma. En cambio lo sublime es informe e ilimitado y su posible carácter amenazador depende de nuestra capacidad para sentir nuestras propias limitaciones y pensar en ellas. La contemplación de lo bello produce placer, encanta, mientras que lo sublime conmueve. Así, un día soleado y apacible puede ser bello mientras que una noche de tormenta es sublime, igual que la visión de las grandes montañas, de los abismos y de la inmensidad del mar.
Noche, mar, montañas, abismos; he aquí la razón de los párrafos que preceden. La presencia de estos elementos del paisaje en las obras que Agustín de Celis presenta en esta exposición de la Galería Amparo Gámir, no justificaría esta incursión por el Romanticismo, si no fuera por las condiciones de su tratamiento, principalmente en lo que se refiere a la luz y, más concretamente, a las condiciones de nocturnidad y los efectos que de ello se derivan. A ello hay que unir la intencionalidad del pintor de proyectar su subjetividad y su sentimiento mediante una figuración simbólica.
No cabe duda de que Celis es un artista de nuestro tiempo y no comparte mesa ni con Friedrich ni con Füssli ni con Turner, pero no es menos cierto que la sensación de abismo de algunas de sus composiciones azules producen el mismo vértigo que los precipicios del alemán, que su veneración por los restos de la arquitectura clásica evoca aquel expresivo título del suizo, El artista abrumado ante la grandeza de las ruinas antiguas y, por último, que su ambigüedad entre abstracción y figuración y la importancia que concede a la materia, son equiparables a la resolución del gran pintor inglés.
Celis parte de la naturaleza y sus accidentes pero no para reproducirios ni para representarlos, sino para convertirlos en símbolos, en metáforas visuales que cuentan la historia de su vida y de su relación con la pintura. Si, por un momento, consideramos estos cuadros como paisajes, inmediatamente hay que añadir que se trata de un estadio de apreciación transitorio y entendido sólo como un medio y no como un fin. Estos cuadros marinos, a los que se podría denominar con el socorrido concepto de paisajes interiores, tienen más de exp~esión subjetiva del mundo interior que de descripción más o menos objetiva de la naturaleza. Estos azules nocturnos constituyen la culminación de un particular planteamiento pictórico y. en su complejidad, encierran la memoria de la larga y fecunda relación entre Celis y la pintura. Del mismo modo que ese planteamiento y esa relación suponen una determinada actitud del artista ante la realidad y ante la vida, exige también un espectador sensible y predispuesto a permitir, en alguna medida, el sueño de la razón y poder así convocar a los fantasmas de la imaginación.
En lo que tienen de recapitulación vital, estos cuadros, al tiempo que diario íntimo o retrato interior, no dejan de ser una reflexión sobre el tiempo, al modo de los vestigia de la etapa anterior, arquitrabes lunares, fustes acanalados y capiteles heridos, sumergidos en las aguas o varados en la arena. Estos despojos de los templos paganos, aunque expresan la nostalgia romántica por la Antigüedad clásica, bien pueden interpretarse como una vanitas barroca, como una reflexión sobre la fugacidad de las cosas y la brevedad de la vida. Son precisamente estos restos arquitectónicos, a menudo inmersos en aguas poco profundas, los antecedentes que nos acercan al ámbito marino y nos sumergen en el azul del mar, en el azul de Agustín de Celis, Ese mar no es un mar genérico, no es cualquier mar, es su mar, el mar de su niñez y todo lo que está asociado a esa época de la vida que marca desde el principio y cuyo recuerdo parece refrescarse a medida que pasan los años. Por eso cada cuadro viene a ser como una imagen de sí mismo, viene a ser su propio autorretrato.
Todo este entramado conceptual se apoya sobre el sólido soporte de una pintura formalmente coherente y técnicamente libre y compleja. Los sentimientos interiores, el peso y los frutos del pasado, la aleatoriedad del presente y la incertidumbre sobre el futuro, como ideas primitivas e inarticuladas que son, no se pueden expresar con figuras de recortados perfiles, sino mediante la textura de lo que fue, la veleidad del trazo y de la mancha, o la constante invención. En las fronteras de la iconicidad, en ningún momento, la pintura, se oculta detrás del motivo. Así, desde la obra de mayor referencialidad hasta aquella en la que no es fácil identificar el tema más allá de una sensación, la pasta pictórica conserva siempre su inmediata tangibilidad. Esta convivencia de la pintura considerada como materia y el motivo insinuado a que da lugar, es una herencia que el informalismo dejó a la neofiguración, por lo que, a menudo, se rozan los límites de la abstracción.
La historia del azul es eterna, como el lapislázuli que lo oculta en las entrañas de la tierra, como el mar, pero el azul de Gelis comenzó su andadura expositiva hace un lustro, un día que el viento Nordeste rizó el mar y sopló sobre la cabeza cana del pintor, y culmina ahora, en el Silencio azul de esta exposición. Al subtitular como Azzurro'04 esta cuarta muestra de azules, en el cuarto año del siglo, el salvaje y díscolo Cantábrico hace un guiño, una mirada de amigo, al Mediterráneo de la cultura y de los sentidos, celebran que comparten aguas y colores, que intercambian mareas y que les rige la misma luna que reflejan. Es precisamente la luna quien rompe la oscuridad y hace posible la pintura. En estas visiones nocturnas es la luz de la luna quien dibuja, sea marcando los perfiles de las rocas, sea iluminando las espumas, sea penetrando, vertical, en las aguas frías y profundas, sea proyectando su azulada claridad sobre las inmensas y solitarias playas de la memoria.
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