Crítica de arte
Agresión y posesión
Pintura y escultura. Miguel Reyes y Chama Jiménez.
Casa de los Picos. Hasta el 15 de febrero.
Jesús Mazariegos
La
sugerente exposición de Chama Jiménez y Miguel Reyes daría pie para volver a
especular sobre los límites de la pintura y la relativa propiedad del lenguaje
respecto a la clasificación de las artes. Denomínense o no pinturas las chapas, ciertamente pintadas, de Miguel Reyes, es una
cuestión semántica que dice mucho de la obsolescencia del diccionario a la hora
de poner nombres a los nuevos comportamientos artísticos. En menor medida, las
obras de Chama Jiménez tampoco se ajustan a los materiales ni al concepto
tradicional la escultura. De todo esto se podría hablar si no hubiera nada
mejor que decir.
Pero
hay razones que obligan a acercarse a unas piezas, a un tiempo sencillas y
depuradas, más lo segundo que lo primero, cuya fuerza, originalidad y
equilibrio merecen atención y prometen recompensa estética.
Las
piezas exentas, es decir, las de Chama Jiménez, son la expresión de lo filtrado
sin alambicamiento y del equilibrio dentro de la tensión. Tales valores son
perceptibles en las depuradas formas de sus característicos volúmenes, en sus
ásperas pero cuidadas texturas, en su color y su diseño, y en sus soportes
metálicos en los que nada sobra. Estos extraños péndulos con escasa vocación
cinética, cuya masa tiene algo de sarcófago o de relicario de algún extraño
culto, defienden su secreto mediante sencillos mecanismos cuya sólida presencia
aleja cualquier intención curiosa.
Es
fácil relacionar los cuadros de Miguel Reyes con el camino que Lucio Fontana
abrió con un punzón en 1949. Aludir a esta obvia relación no significa darle más
importancia que a toda la historia no escrita de la relación entre el hombre
que lleva en sus manos un cuchillo o un clavo y las superficies en las que
dejar sus huellas. Más que un hombre, un niño que además tiene, como Arman, la
manía de la ardilla, el afán de recoger palos desgastados y otros objetos. A
Miguel Reyes, la atracción que siente por la chapa de hierro le arrastra a
clavarle una y otra vez mil objetos punzantes. Las piedras y las maderas ajadas
son el objeto de su amor posesivo y los sujeta al cuadro fuertemente, con un
alambre nuevo, de un modo refinado y cruel.
En las pasadas
infancias rurales, un buen campo de juego era la tierra húmeda, el terreno en el que clavar viejos y
grandes clavos para marcar el territorio, como en un rudimentario Palé. Aquella
práctica de clavar y traspasar podía ejercerse también en las maderas o en las
hojalatas. Si el objeto de posesión era una chapa de botella, se procuraba no
herirla demasiado, sólo lo suficiente como para poder ensartarla en un gran
alambre que actuaba como señuelo de prestigio y de poder.
El
fondo de una lata convertida en regadera, la chapa que reforzaba la destartalada
puerta, la pieza del labrador sobre la vieja máquina, los herrajes, las
artesas, los bidones, todo un mundo de objetos a punto de ser olvidados por
unos y desconocidos para siempre por otros, se hacen aquí presentes a unos
pocos.
Las
chapas agujereadas, recortadas, claveteadas, pintadas y esmeriladas de Miguel
Reyes, donde pequeñas zonas de caos se ordenan, según el origen de sus heridas,
en un conjunto armónico, obtienen del hierro laminado algo más que determinadas
posibilidades como soporte pictórico. Si la pintura matérica ha servido para
abrir los ojos a la belleza de los viejos muros, estas obras, dotadas de la misma
solidez que la realidad a la que recuerdan, superan la función alusiva para
convertirse en experiencia real y presente de una vieja relación entre el ser
humano y el metal.
Menos
inmediata, más refinada y secreta, es la mágica historia que apenas puede
adivinarse en las depuradas formas suspendidas de Chama Jiménez, columpios sin
niña, mástiles sin bandera, horcas soportando un exquisito enigma que no es
preciso descubrir.
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