Crítica de arte
Pintura al cuadrado
Pintura.
XXVII Certamen Nacional de Pintura Caja Madrid, 1999. Sala de exposiciones de
la Casa de los Picos. Segovia. Hasta el 11 de junio.
Jesús Mazariegos
El conjunto de obras que este año han
concurrido al Premio de pintura que, anualmente convoca Caja Madrid, posee una
notable unidad favorecida por la homogeneidad de formatos y por un nivel más
que aceptable. El deseo de ordenar lo diverso, sin que sea posible mencionar
todo lo que tiene interés, me lleva a proponer cinco criterios de observación
diferentes.
Según un primer criterio puramente
visual, dejaremos vagar la mirada de forma que la retina se impregne de formas
y colores, aun sabiendo muy bien que tal inocencia visual no es posible. Así podremos
reflejarnos en la solemne frialdad de la obra de Pepo Moncada o apreciar la
sutileza de la obra de Motserrat Gómez Osuna, o descansar en el blando
minimalismo azul de Oliver Johnson (nada que ver con el de Yves Klein). También
puede el ojo excitarse ante el jugoso gestualismo de Roberto Ruiz Ortega,
aunque sea un recuerdo de Joan Mitchel, o relajarse ante los tonos más
bonnardianos de la obra de Javier Ortiz. El placer supremo, aun antes de mirar
la etiqueta que le acredita como primer premio, lo experimenta el ojo ante la
obra de José Piñar, bastante maltratada pero capaz de combinar la asepsia
minimalista con un pictoricismo de gestos grandiosos y controlados.
Pero la pintura no sólo es forma sino
también contenido, por lo que también se pueden buscar argumentos, historias y
enigmas. Ahora el ojo es sólo una herramienta para el entendimiento que hace
conjeturas o busca claves en la solapada perversidad de la obra de Marta Serna
o de José Herrero. Carolina Ferrer reconstruye con brillantez los avatares del
laberinto exterior e interior de la vida diaria entendida como "El
oficio de vivir".
Un tercer conjunto lo constituyen
aquellas obras cuya heterogénea prolijidad puede llegar a fatigar la mirada y
la mente. Es el caso de la obra de Enric Font, magnífica para una viñeta a E=
1/50. Arturo Reboiras consigue el efecto deseado de masificación y confusión
con sus contradictorias perspectivas, lo mismo que Juan Gallego con su cabeza
de mosca repleta de partes de cabeza de mosca. Pero la palma del agobio se la
lleva Óscar Seco, cuya obra recuerda la estética de P&D, lo más tutti-frutti de la pintura americana.
Dentro de una prolijidad bien entendida, Damián Casado y Eduardo Ballesteros
obtienen buenos resultados, el primero con su pertinaz y vibrante trama, que es
como una muestra de amor al puro trazo, y el segundo con ese relicario de la
vida misma que es su Retahíla, en la
mejor tradición del acumulacionismo fino.
La cuarta respondería al execrable
vicio de establecer relaciones entre unos artistas y otros, lo que llevaría a
aludir al gordillismo de José M. Pena, a la concepción picabiana de la obra de
Olga Santomé y al recuerdo de Ruiz Balerdi en la obra de Marién Martínez Ureta.
José Luis Anaya evoca los interiores de Antonio López de forma que, aunque
abocetadamente, uno cree estar en Tomelloso. De esta circunstancia se salva, a
pesar de las apariencias, Luis Martín Duque.
En la última manera de ver incluiremos
aquellas obras que desarrollan algo así como una idea feliz o un recurso
conceptual interesante aunque no necesariamente nuevo. Es el caso de Sandra
Rein, que fija en el papel, de forma poética, el vuelo de los insectos. Es el
caso de René Aguilera y su tremenda aproximación al objeto, hasta el punto de
conseguir que muchas personas no descubran sus grifos en un primer momento.
Luis Candaudap plantea una original contradicción entre lo plano y lo profundo,
al tiempo de que se permite "representar" un collage. Agustín de Llanos dice mucho, con muy pocos medios, en su
equívoca ilusión perspectívica, lo mismo que Eduardo Barco al presentar lo
pintado como fondo y lo no pintado como figura. Por último, Manuel Velasco riza
el rizo y da la vuelta a la idea de pintar, pintando con artesana dedicación la
propia pasta pictórica. Esto sí que es pintar la pintura.
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