CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 27 de octubre de 2011

XXVII Certamen Nacional de Pintura Caja Madrid. PINTURA AL CUADRADO


Crítica de arte

                                                         Pintura al cuadrado

Pintura. XXVII Certamen Nacional de Pintura Caja Madrid, 1999. Sala de exposiciones de la Casa de los Picos. Segovia. Hasta el 11 de junio.

Jesús Mazariegos

          El conjunto de obras que este año han concurrido al Premio de pintura que, anualmente convoca Caja Madrid, posee una notable unidad favorecida por la homogeneidad de formatos y por un nivel más que aceptable. El deseo de ordenar lo diverso, sin que sea posible mencionar todo lo que tiene interés, me lleva a proponer cinco criterios de observación diferentes.
          Según un primer criterio puramente visual, dejaremos vagar la mirada de forma que la retina se impregne de formas y colores, aun sabiendo muy bien que tal inocencia visual no es posible. Así podremos reflejarnos en la solemne frialdad de la obra de Pepo Moncada o apreciar la sutileza de la obra de Motserrat Gómez Osuna, o descansar en el blando minimalismo azul de Oliver Johnson (nada que ver con el de Yves Klein). También puede el ojo excitarse ante el jugoso gestualismo de Roberto Ruiz Ortega, aunque sea un recuerdo de Joan Mitchel, o relajarse ante los tonos más bonnardianos de la obra de Javier Ortiz. El placer supremo, aun antes de mirar la etiqueta que le acredita como primer premio, lo experimenta el ojo ante la obra de José Piñar, bastante maltratada pero capaz de combinar la asepsia minimalista con un pictoricismo de gestos grandiosos y controlados.
          Pero la pintura no sólo es forma sino también contenido, por lo que también se pueden buscar argumentos, historias y enigmas. Ahora el ojo es sólo una herramienta para el entendimiento que hace conjeturas o busca claves en la solapada perversidad de la obra de Marta Serna o de José Herrero. Carolina Ferrer reconstruye con brillantez los avatares del laberinto exterior e interior de la vida diaria entendida como  "El oficio de vivir".
          Un tercer conjunto lo constituyen aquellas obras cuya heterogénea prolijidad puede llegar a fatigar la mirada y la mente. Es el caso de la obra de Enric Font, magnífica para una viñeta a E= 1/50. Arturo Reboiras consigue el efecto deseado de masificación y confusión con sus contradictorias perspectivas, lo mismo que Juan Gallego con su cabeza de mosca repleta de partes de cabeza de mosca. Pero la palma del agobio se la lleva Óscar Seco, cuya obra recuerda la estética de P&D, lo más tutti-frutti de la pintura americana. Dentro de una prolijidad bien entendida, Damián Casado y Eduardo Ballesteros obtienen buenos resultados, el primero con su pertinaz y vibrante trama, que es como una muestra de amor al puro trazo, y el segundo con ese relicario de la vida misma que es su Retahíla, en la mejor tradición del acumulacionismo fino.
          La cuarta respondería al execrable vicio de establecer relaciones entre unos artistas y otros, lo que llevaría a aludir al gordillismo de José M. Pena, a la concepción picabiana de la obra de Olga Santomé y al recuerdo de Ruiz Balerdi en la obra de Marién Martínez Ureta. José Luis Anaya evoca los interiores de Antonio López de forma que, aunque abocetadamente, uno cree estar en Tomelloso. De esta circunstancia se salva, a pesar de las apariencias, Luis Martín Duque.
          En la última manera de ver incluiremos aquellas obras que desarrollan algo así como una idea feliz o un recurso conceptual interesante aunque no necesariamente nuevo. Es el caso de Sandra Rein, que fija en el papel, de forma poética, el vuelo de los insectos. Es el caso de René Aguilera y su tremenda aproximación al objeto, hasta el punto de conseguir que muchas personas no descubran sus grifos en un primer momento. Luis Candaudap plantea una original contradicción entre lo plano y lo profundo, al tiempo de que se permite "representar" un collage. Agustín de Llanos dice mucho, con muy pocos medios, en su equívoca ilusión perspectívica, lo mismo que Eduardo Barco al presentar lo pintado como fondo y lo no pintado como figura. Por último, Manuel Velasco riza el rizo y da la vuelta a la idea de pintar, pintando con artesana dedicación la propia pasta pictórica. Esto sí que es pintar la pintura.

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