Crítica de arte
El calor de la mirada
Raúl
Bravo. Pintura. Escuela de Arte Casa de los Picos. Segovia. Hasta el 5 de junio.
Jesús Mazariegos
Hace tiempo que La Casa de los Picos es una
referencia obligada para el visitante de las exposiciones, especialmente desde
que Caja Madrid ha encontrado aquí un magnífico espacio en el que mostrar las
obras seleccionadas en sus certámenes, siendo este lugar, también, un ámbito en
el que devolver a la sociedad las comisiones, los gravámenes, los gastos y
otras pequeñeces, en forma de mecenazgos y patrocinios.
En este espacio, pues, pueden verse variadas muestras
entre las que no faltan muestras variadas, como deja ver la que nos ocupa. La
exposición de Raúl Bravo es pródiga en obra, en temas, en formatos y en maneras
de hacer; generosa en documentación y bien provista de resolución y empuje,
como corresponde a un joven que no lo es sólo por sus pocos años.
Para Raúl Bravo, según ilustra con versos de Valente
en uno de sus folletos, todo es objeto de la mirada, no sólo los campos bajo el
cielo, no sólo el mar azul, no la montaña, no la casa, no los animales ni los
seres humanos. No ha de verse sólo el bosque, sólo el árbol, sino las pasiones
que su espesura oculta; no el campo sembrado sino el recibir la benéfica lluvia
que el labrador espera; no el exterior del mar, el mar que no es mar, sino la
fría oscuridad de su fondo; de la montaña, sus flujos interiores; de la casa,
los recuerdos infantiles; de los cuerpos, la respiración y la humedad de los
alientos; de la piel, el latido que estremece la blancura de las carnes
mórbidas.
Raúl Bravo ve el calor de los cuerpos y el aura de
las mentes, los pulsos y el frío de la tierra, el magnetismo del amor y los
nubarrones del odio.
En los paisajes de gran formato, el pintor echa mano
de las formas convencionales, como esa nube llovedora que Baixeras hizo suya,
como la sucesión de cumbres convertida, muy propiamente, en sierra. No es una
nube, no es el agua de lluvia ni la montaña, sino su imagen mental depurada y
genérica, convertida en óvalo festoneado, en guiones oblicuos o en una serie de
triángulos planos, símbolos de todas las nubes, de todas las lluvias y de todas
las montañas, pero, sobre todo, símbolos de la especial relación que cada uno
tenga con las tardes grises, con el olor a tierra mojada y con toda forma capaz
de derivar en triángulo, sea pecho de la tierra, o erecta cima de un cuerpo
palpitante.
Los paisajes de gran formato, los radiadores
eléctricos, los fondos marinos con cefalópodos y los retratos, alcanzan una
síntesis en lo que me parece lo mejor de la exposición, una serie de cuadros en
los que la fecunda ambigüedad de los significados, se esconde bajo una
apariencia formal de gran coherencia y eficacia plástica. Este chico promete.
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