CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

viernes, 21 de octubre de 2011

Rogelio Castellón. LA LUZ DE LA SINRAZÓN

La luz de la sinrazón
Rogelio Castellón
Almería, 2005


“In Lumine Sapientia”, reza en el emblema de la Universidad almeriense, bajo el símbolo del Sol de Portocarrero. En la luz está la sabiduría. La luz la dispensa el sol y se supone que en las universidades abunda la sabiduría. En principio, nada que objetar. Dicho así, todos de acuerdo. Sin embargo, todos sabemos que hay otras luces menos comunes y menos potentes, luces que ciegan menos y que no iluminan indiscriminadamente. Naturalmente no me estoy refiriendo a la luz de los estadios ni a la de los platós de televisión; me refiero a la luz de las estrellas, a la luz de las velas, a la luz de las luciérnagas y a la de los volcanes, a la luz de la luna y a la que brilla en unos ojos en medio de la noche. Por otra parte, ni toda la sabiduría se aloja en las universidades ni todo lo que allí se encierra es sabiduría. Generalmente, la información suplanta a la sabiduría y los hombres sabios escasean sobremanera. En todo caso, es muy probable que no los encontremos donde esperábamos.
            Tampoco encontraríamos la verdad –en el caso de que exista alguna en alguna parte- en los sitios más luminosos ni en los congresos más concurridos; por supuesto, tampoco en Internet. Decía Nicolás de Cusa que “la verdad ha de buscarse en la oscuridad”, y San Juan de la Cruz añade: “Para ir a donde no se sabe hay que ir por donde no se sabe”, afirmación de aspecto perogrullesco y evidente pero que encierra las claves del descubrimiento de lo nuevo. Esta frase de San Juan de la cruz resume perfectamente en qué consiste la modernidad.
            A los hombres cultos del siglo XVIII les deslumbró la luz de la razón. Algunos de ellos, como Diderot, que apelaba a los valores cívicos ante el Juramento de los Horacios de David, que se conmovía ante las ruinas de Hubert Robert, que derramaba lágrimas ante los naufragios de Vernet y que se dejaba atrapar por la sensiblería de los cuadros de Greuze, se murieron sin saber que eran románticos hasta los huesos. Como el propio Ingres. Se murieron sin saber que en el fondo eran unos sentimentales.
            Nuestro Goya, sin embargo, asumió su romanticismo visionario, por más que su crítica social parezca la de un ilustrado. “El sueño de la razón produce monstruos”, reza en el grabado destinado a portada de los Caprichos, sustituido por el Autorretrato con sombrero de copa, por temor a la Inquisición. Entonces ¿a qué viene ese gusto por las brujas, las visiones, los prodigios, las parcas, los machos cabríos y los íncubos?. La propuesta de Goya escrita en la mesa sobre la que duerme apoyado un hombre acechado por lechuzas y murciélagos, consiste en provocar el sueño de la razón para, así, convocar a los monstruos y a las alucinaciones, para dejar libre la imaginación visionaria.
            “El sol sale para todos” recuerdo que ponía en la fachada del bar de la estación de mi Paredes de Nava natal, allá por los años cincuenta. Cierto. Pero no todos saben aprovechar su luz, que acaba cegando a muchos. No todo lo que el sol ilumina merece recibir su luz. En este mundo en que vivimos, para encontrar algo libre de zafiedad, de simpleza, de obviedad o de pedantería, no hay que buscarlo bajo la luz del sol. Hoy todo tiende a normalizarse por abajo, a igualarse por abajo, coincidiendo en la mediocridad como constante y creando una escala de valores en la que la cultura y el arte nadan a contracorriente.
            Y ¿a qué viene todo este exordio, si mi objetivo es hablar de la obra pictórica de Rogelio Castellón en su periodo abstraizante? Pues viene a que el corazón tiene razones que la razón no entiende, a que, cuando hablamos de arte no hay verdad perdurable; viene a que Rogelio ha demostrado todo esto con claridad meridiana, evolucionando de lo claro y lo distinto a lo oscuro y lo ambiguo, dando la razón a Ortega cuando dice que en la ciencia el signo es recóndito y el significado es evidente, mientras que en el arte, el signo es evidente pero el significado es recóndito.
            Y volvemos al principio, al Sol de Portocarrero, símbolo de luz y sabiduría, y al cuestionamiento de tal paralelismo. Del mismo modo que Argensola decía en su famoso soneto que “ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo ni es azul”, el relieve en piedra de un sol redondo, con su cara mofletuda, con sus rayos sólidos y separados, rodeado de guirnaldas y filacterias, ni es sol ni dispensa luz alguna. Que nadie entienda que pretendo atentar contra un símbolo que, junto al Indalo, es el principal emblema de Almería. Lo que trato de hacer ver, al margen del valor y el respeto que se debe a los símbolos de un pueblo o de una ciudad, es mostrar que el mundo, el hombre, la pintura, son realidades complejas, diferentes de la ciencia, en las que funcionan mecanismos muy alejados tanto de la luz como de la razón. Si la ciencia tiene leyes y criterios de verdad o falsedad, el arte carece de ellos. Si la ciencia produce un saber acumulable, el arte no es un camino de perfección. No progresa, sólo cambia.
            Ahora quizás sea posible entender la producción pictórica del último periodo de la obra de Rogelio Castellón.      Conocí a Rogelio a raíz de una inflexión común en nuestras vidas, un silencioso cataclismo, entre cuyos escasos efectos positivos está nuestra amistad. Cambia la vida y cambia la pintura. A mí me gustaban, me gustan, sus luminosas marinas, con las barcas reflejadas en el agua, y la sensualidad aterciopelada de sus bodegones. Sin embargo mi reflexión se refiere a  las obras de su periodo abstraizante y abstracto, correspondiente, más o menos, a su producción del último año.
            Conservo la carta en la que me anunciaba su giro estético y recuerdo las dudas y las objeciones que le transmití, al tiempo que le aconsejaba seguir su más interna, auténtica y verdadera inclinación. Creo que le dije algo así como “si crees en lo que pintas, estarás haciendo lo que debes, estarás haciendo algo auténtico”. Ahora celebro que Rogelio no hiciera caso de mis temores porque su obra anterior sigue ahí y estoy seguro de que siguió con la honestidad que le caracteriza mi observación sobre la autenticidad de aquello en lo que se cree. Sin duda siguió el camino que su inclinación le marcaba. No puede afirmarse que esa inclinación fuera la consecuencia de una fría reflexión sobre lo que es pertinente y lo que conviene, del mismo modo que la decisión de hacerse pintor, lo mismo que la de dedicarse a la crítica, deben estar más cerca de los dictados de la sinrazón que de los de la razón sin sin
             Si la alegoría de Almería bajo el Sol de Portocarrero es aún una obra claramente figurativa y de carácter simbólico, las obras sobre el Sol de Portocarrero parten de una concepción expresionista y atormentada que si, en las primeras versiones conservan la imagen del sol con sus atributos faciales y sus apéndices radiales, al tiempo que el cromatismo insiste en la idea del calor y del fuego, las sucesivas versiones vuelven a la sensación de piedra del motivo original al tiempo que la cara desaparece y los rayos pierden su disposición radial y quedan reducidos a unas hendiduras. En estas versiones radicales y matéricas, que recuerdan a informalistas como Hartung o Mathieu, la majestuosa figura del Sol de Portocarrero ha sufrido una metamorfosis semejante a la que sufre una gran araña cuando conseguimos alcanzarla con la escoba y apenas podemos identificarla en el amasijo de sus antes armónicas y flexibles patas.
            El resto de la obra abstracta de este periodo, aun no conociéndola en su totalidad, yo la dividiría en dos apartados a los que pondré un nombre sin pretensión alguna de permanencia sino simplemente para poder nombrarlas y distinguir una de otra. Por un lado estarían los laberintos, y por otro, las atmósferas. Debo decir que, en ambos casos, especialmente en el segundo, creo que estas obras reclaman un formato de mayores proporciones, lo que no impide que, en el actual, funcionen perfectamente.
            Con el nombre de laberintos quiero designar una serie de obras de vivo colorido cuya estructura básica reside en una combinación de círculos y óvalos, a la que, en algún caso, se le ha aplicado una cierta agitación, dando lugar a estructuras de un gran dinamismo. El vivo cromatismo de estas obras les aporta un componente optimista, de modo que no son estos laberintos amenazantes sino lugares en los que perderse con gusto, lugares verdaderamente iniciáticos, como corresponde a cualquier laberinto, pero no para ejercitarse rectamente en el buen gobierno sino para alcanzar la razón de la sinrazón que, en este mundo absurdo e injusto que nos ha tocado vivir, es la única verdaderamente razonable, la única que nos salva, la única que nos proporciona la necesaria, imprescindible y verdadera cordura.
            Las obras del grupo de las atmósferas, tienen los límites más difusos y sus colores son menos vivos y contrastados. El mundo que sugieren no es un mundo de pasillos más o menos complicados sino un gran vacío con una espesa niebla en la que, a veces, se producen torbellinos, brillan los relámpagos y donde, tanto el sonido del Cosmos como su silencio, encogen el corazón y crean incertidumbre. Yo los veo como cuadros atormentados, en mayor o menor medida, obras que expresan perfectamente la soledad del hombre ante el universo pero a la que, Rogelio Castellón, pintándola, tiene el valor de conjurar, dominando la amenaza que él mismo se atreve a representar y afrontando su destino con valor y decisión.
            En cierta ocasión le dije a Rogelio que el futuro no existe. A mí me sirve creerlo así. Sin embargo, bueno será que conjuremos cada mañana al presente, pues es el presente el único futuro temible. 

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