CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

viernes, 21 de octubre de 2011

Luis Mayo. LUCES DE MAYO

Luces de Mayo
Luis Mayo
04 de noviembre de 2005
Galería Claustro
Segovia

   
         Aquellas ciudades perfectas, en realidad, eran ciudades imposibles, ciudades vacías soñadas por Piero, ciudades ideales para ilustrar los libros de utopías y albergar los sueños de los hombres. Eran ciudades horizontales y luminosas, con fachadas rematadas por frontones y pobladas de cúpulas y de torres. A buen seguro tendrían un plano en damero como la Mileto de Hipodamo, o estrellado como la Sforzinda de Filarete. Eran ciudades de deseo a las que poder huir con el pensamiento, creaciones del espíritu que sólo existían en los cuadros de Luis Mayo. Entre aquellas casas florecían las artes y las letras y sus invisibles pobladores eran cultos y dialogantes, amigos del bien y de la justicia.
            Quizás a fuerza de habitar esas ciudades con sus propios sueños, Luis Mayo ha sentido la necesidad de buscar reductos de armonía en el mundo real.  No ha ido muy lejos a buscar estos espacios para la contemplación. De modo muy diferente al de los grandes viajeros, no ha cruzado escarpadas cordilleras ni desiertos solitarios, ni ha surcado mares tenebrosos. A diferencia de Friedrich, no ha suplantado al caminante sobre el mar de nubes, ni a los personajes que observan la luna ni a los que se asoman al abismo de Rügen, ni al monje que contempla el mar, en medio de la noche, desde los acantilados. En Madrid, en la cercana Dehesa de la Villa, o en Segovia, en el término de Puente Uñez, Mayo ha hecho florecer la pintura a la sombra de transitables pinares, parajes más domésticos que heroicos, anejos a los grandes barrios o a las carreteras, ayunos de cualquier épica grandeza. Para descubrir la senda que sigue el hombre sabio, a Luis Mayo le bastan un pinar de arrabal y otro de romería, lugares de mínimos para el retiro y la meditación, espacios que, llevados a la pintura, recuperan, además, el silencio.
            Entre los familiares pinos, crecen aisladamente otras especies de árboles. Unos afirman su antigua presencia, como el roble, escaso y raquítico; otros contrastan con el verde oscuro de los pinos, como el luminoso almendro o el enjoyado cerezo, o introducen una nota de ligereza como el grácil e invasor ailanto.
            Son paisajes sobrios, pintados con economía de medios, donde los cielos se entonan con la transparencia de la preparación del lienzo, donde el pintor apenas ha manipulado la realidad, no siendo un cierto adelgazamiento de los troncos, hecho no sólo en beneficio de la luz sino en pro de la sensación de fragilidad. Porque estos pinos tienen algo de ascetas, de eremitas suburbanos, por la contención y la parquedad que los rige, como una invitación a ocuparse de las cosas del espíritu. Aunque no hay presencia humana, siempre puede verse algún vestigio de humanización, generalmente un camino, o algunas luces lejanas, casi imperceptibles. Entiendo el camino y las luces como símbolos de iniciación y sabiduría, como esperanza que invita a ponerse en marcha. Vistos así, los pinares de Luis Mayo son iconos para la meditación, lugares de retiro donde poder empezar de nuevo una vez más y remansos de calma en los que refugiarse de la vorágine urbana. En estos paisajes hechos a la medida del hombre, los árboles no sólo no nos impiden ver el bosque sino que nos muestran el camino que conduce a la luz.
            Para un lugar de retiro suburbano pintó Velázquez la historia de San Antonio Abad y San Pablo Ermitaño y representó a San Antonio hasta cuatro veces en el mismo cuadro. Luis Mayo no necesita ermitaños porque sus paisajes están esperando a su propio anacoreta urbano del siglo xxi para compartir cada día las luces de la tarde y serenar el espíritu, al menos por unos instantes.
            Luis Mayo se ha internado en el pinar como quien penetra en un templo y, aunque recorre sus naves en busca de la luz, no ha elegido la pletórica luz de las horas centrales del día ni la de los cielos despejados. Ha preferido las luces plateadas del alba, las matizadas neblinas, la luz difusa de los días nublados, la ambarina luz de la tarde o la rojiza del crepúsculo. También Friedrich prefirió las horas y las luces vespertinas para expresar su visión religiosa de la naturaleza y, cuando le encargaron un cuadro para un altar, no pintó sino un paisaje. Luis Mayo participa del mismo panteísmo y, así como el pintor romántico veía a Dios en los juncos que crecían junto al arroyo, Luis, mucho más prudente, ha bautizado sus cuadros con nombres de santos y de dioses menores, como manteniéndose en un plano sublunar, más ascético que místico, más humano que divino y, si hablamos de tolerancia, tan cristiano como pagano.

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