EL PUNTO DE VISTA DEL ENFERMO
Ponencia leída en el III Congreso Español sobre la Enfermedad de Parkinson
Zaragoza, 24 de Septiembre de 2011
Por Jesús Mazariegos
Buenos días a todos. Me llamo Jesús Mazariegos y tengo 59 años. Soy el presidente de la asociación de Segovia, fundada en 1998, y de la Federación de Parkinson de Castilla y León, de reciente creación. He sido profesor de instituto, trabajo del que me jubilé en 2003. También he ejercido y aún ejerzo la crítica de arte y he impartido clases en la UNED y en los cursos en España de varias universidades americanas, ocupaciones que también he abandonado. De modo que tengo mucho tiempo, pero el párkinson sólo me deja hacer cosas algunos ratos. En el último año estoy pintando con bastante asiduidad.
Me diagnosticaron el párkinson hace 16 años, es decir, en 1995, cando tenía 43 años. Sin embargo, tengo recuerdos de síntomas muy claros de diez y hasta de doce años antes, síntomas que he interpretado mucho después. Por ejemplo, andar a pasitos cortos cuando actuaba en una obra de teatro, quedarme el último en una excursión por la montaña, precipitarme sobre el lavabo al ir a lavarme las manos. Estos síntomas aparecían en situaciones de cansancio o de estrés. Pero había un síntoma del que yo mismo no era consciente, que era la falta de braceo y gesticulación con el brazo izquierdo. Mis alumnos sí se habían dado cuenta pero no sabían lo que significaba. Recuerdo mis dificultades para salir del coche y el rascar del embrague mal pisado, puesto que empecé por el lado izquierdo. Recuerdo también lo mucho que me costaba levantarme de un asiento bajo y las bromas que hacía diciendo “que conste que sólo he bebido Coca Cola”, y recuerdo el distinto sonido de cada uno de mis pies a andar por un pasillo silencioso.
Con los años, dos de las cosas que he aprendido es a ser más tolerante y a ser más relativista. Todo lo que se acerque a absoluto, único, dogmático o verdadero, me infunde desconfianza. Siempre he creído que los sofistas eran buena gente y que no andaban tan descaminados. El hombre como medida de las cosas no me parece mal. Yo creo en las personas; en los hombres y en las mujeres.
Digo esto porque, como no puedo contar aquí todo lo que me pasa ni todo lo que pienso; tengo que seleccionar. Dependiendo de cuáles cosas seleccione y cuales no, puedo hacerles reír o llorar, y lo que cuente, cada uno lo entenderá de una manera. En el programa del congreso, en el punto correspondiente a este acto, pone “Testimonio de pacientes”, pero yo soy sólo un paciente. Así pues, contaré una historia subjetiva y forzosamente sesgada. Aun así, no faltarán coincidencias con las de muchos de vosotros.
Creo que mi vida se podría calificar de tragicomedia. Es mucho mejor entenderla así para no verla como una tragedia en toda regla. Una de mis tablas de salvación es el sentido del humor, cuanto menos explícito, mejor, y espero que subyazga bajo estas líneas para hacer el menor daño posible.
Además de los síntomas tempranos que he explicado, comencé a cometer errores al teclear el ordenador, lo cual me resultaba inexplicable. Fue entonces cuando decidí ir al médico.
Tras explicarle lo que me pasaba, me dio unas pastillas y me dijo que volviera a los quince días. El prospecto del medicamento, que era levo-dopa, explicaba con toda claridad que era para tratar el párkinson. Lo leí pero pensé que la cosa no iba conmigo. Yo no sabía que la mejoría de mi brazo, la buena repuesta a la dopa, era la confirmación de que tenía párkinson. Con el optimismo que me caracteriza dije: “bueno, hay cosas peores”. No tardaría en enterarme que ésta no era precisamente de las mejores.
Cuando salí de la consulta, lo primero que hice fue comprarme un helado enorme, como si quisiera demostrarme a mí mismo que la vida continuaba. Acto seguido me compré un libro sobre el párkinson. Cuando lo abrí, vi unas imágenes de adaptaciones para discapacitados, lo cerré, y tardé 15 días en reunir el valor suficiente para poder volver a abrirlo. Cuando llegué a casa, de vuelta de la consulta, invité a mi mujer a salir y en una cafetería se lo dije. Recuerdo que lloré. Entonces mis hijas tenían, una 16 años y la otra 8. Ahora tienen 32 y 24.
Una noche decidí leerme el libro. Era tan insoportable lo que leía que los oídos empezaron a zumbarme fuertemente. Lo que siguió fue una depresión con la que me costaba mucho trabajar y era incapaz de comer. Pero a los quince días, me levanté una mañana -era junio- y al ver lo bello que es el mundo y lo maravilloso que es vivir, me dije: Jesús, el párkinson es posible que pueda contigo, pero la depresión, no. Y me propuse luchar.
Por entonces lo que más me preocupaba era el futuro, hasta que el marido de mi hermana, un andaluz de Jaén, me dijo: “el futuro no existe”, y lo comprendí al instante. El futuro sólo existe cuando se hace presente. Estoy casado de ir a entierros de personas con mucho mejor futuro que yo.
En cierta ocasión, un amigo me dijo que le sorprendía lo bien que lo llevaba. Yo le dije que ese aparente optimismo mío, posiblemente fuera una máscara, mero aun así, me valía. Y él, que es profesor de Filosofía y menos ligero de cascos que yo, me dijo: “El optimismo siempre es una máscara”. Dejémoslo ahí.
Lo que me ha ocurrido desde entonces, lo amargo, lo anecdótico y lo gracioso, será más o menos como lo de los demás, por ejemplo, que a los cuatro días del diagnóstico, estando yo en la terraza de un bar de Tarragona, un camarero, sin haberle preguntado yo nada, me dijo: ¿Sabe usted cómo se llaman estos árboles? Pues se llaman parkinsonias. Le respondí: “¿Ah sí? Pues qué bien”, y le di las gracias en lugar de asesinarlo allí mismo. Años más tarde, un buen amigo me dijo: “Enhorabuena por ese premio que te han dado; te lo mereces porque te mueves mucho” (él se refería a mi actividad en la Asociación) mientras yo mostraba unas disquinesias más que apreciables. Le dije: “acabas de hacer un chiste”, y él se deshizo en disculpas. Y así muchas más.
Como mis compañeros de trabajo me notaban raro, se lo fui diciendo a los más amigos. También se lo dije a mis alumnos: “Así pues, quedan explicados mis tropezones con los pupitres y las mochilas, y por qué escribo y dibujo tan mal en la pizarra. Ellos jamás hicieron una broma con mi enfermedad.
Ahora voy a pasar de contarles lo que hago a contarles lo que pienso, de decirles cómo estoy a decirles cómo me siento. Afortunadamente, nunca he tenido ese pensamiento negativo de “por qué yo”, “por qué a mí”. Más bien he pensado: “me ha tocado la china, pues a tirar con ella”. Desgraciadamente he comprobado que aún se puede aguantar más, que me pueden tocar peores cartas, cada vez que el supuesto crupier ese las reparte. Tampoco soy de los que esperan milagros. Un día que estaba en casa, mi hija, que veía la televisión, vino a decirme: “Papá, han dicho por la tele que, por primera vez, se puede hablar de curación en la Enfermedad de Parkinson”. “Ah, que bien” le dije yo. A los diez segundos volvió y dijo: “Para las próximas generaciones”. “Gracias por la aclaración” le respondí. Me llama la atención que sean las personas más mayores las que con más ingenuidad esperan, de un día para otro, la pastilla definitiva. Una vez, el doctor López Barneo me dijo que lo de las células madre para nosotros está aún muy lejos.
Jubilarse antes de tiempo e ir abandonando ocupaciones porque te mueves, porque no te mueves, porque te chocas, te tropiezas o te caes, es bastante duro. Los amigos no me han fallado sino todo lo contrario. Creo que me siguen valorando. Respecto a la familia, no estoy obligado a contar intimidades pero digamos que el párkinson no ha mejorado nada las cosas. Mi mujer se ha convertido en mi enfermera y desempeña perfectamente ese papel. A veces no sé muy bien si es que me cuida mi mujer o si es que duermo con la enfermera.
La opinión de una enfermera o la de un médico siempre vale más que la del enfermo; la enfermedad te resta autoridad y dignidad. Eso sólo nosotros sabemos que es verdad. ¿Cómo va uno a tener dignidad si se le cae la baba o si se orina a la primera de cambio? Si tropieza cada dos por tres, si le presentan a alguien y se abalanza sobre él o ella; si se tiene que levantar de una silla y no puede.
En mis propias carnes, bueno, creo que queda más propio en mis propios huesos, he podido comprobar que hay personas, especialmente en el mundo sanitario, que, para empezar, te consideran demenciado de entrada. No hablo de todo el mundo pero sí de una buena parte. No hace muchos años, los enfermos de párkinson iban al manicomio. Pues todavía queda algo de eso.
Existe un nuevo modelo de enfermo de parkinson distinto del tradicional. Si el tradicional era un anciano indefenso, poco culto, algo demenciado y resignado, hay otro modelo más joven, que gracias a los medicamentos, salvo en algunos casos o en los ratos malos, está activo y tiene la mente clara, que es culto, está bien informado sobre la enfermedad, tiene opinión y pide explicaciones. Sin embargo, creo que mucha gente nos considera personas de segunda, y quizás lo seamos porque hay cosas que hacemos mal y otras que no podemos hacer. Ser consciente de esto, deja la autoestima por los suelos. Los que aún conservamos la cabeza, que somos la mayoría, nos damos cuenta de que se nos consulta menos y de que todo el mundo nos dice lo que tenemos que hacer. Estamos enfermos pero seguimos siendo y sintiéndonos personas, no nos sentimos carne de cañón. Precisamente porque nuestro horizonte es la dependencia y la falta de libertad, queremos ser libres apurando hasta la última gota de autonomía.
Cuando ingresas en un hospital, lo primero que hacen es ponerte un pijama que no tiene por qué ser de tu talla. Tu dignidad se queda en el armario, con los pantalones y la camisa. Te quedas en nada, en un sujeto pasivo con pijama. Pero en estos momentos no estoy en pijama, estoy subido a un podium, tengo un micrófono y represento a todos a lo que el párkinson ha atacado demasiado pronto y, mira por dónde, yo también soy doctor. Mis palabras de enfermo no valen menos que las de los demás. Si la enfermedad nos resta dignidad, en nombre de todos los enfermos de párkinson, digo: Por favor, que nadie nos quite la que nos queda.
Yo diría que lo malo no es caerte, sino que te vean caer y que te tengan que levantar; lo peor no es que se te caiga la baba sino que a alguien le de asco verlo, lo peor no es andar a saltitos sino la ridícula imagen que muestras.
Pero quiero terminar con lo bueno del párkinson, porque el párkinson también tiene su parte buena. Gracias al párkinson estamos hoy aquí juntos, aunque sea por eso. Gracias al párkinson he conocido gente maravillosa, con la enfermedad o sin ella, que ahora forman parte de mi vida. Si me dijeran que, a cambio de no tener párkinson, dejaría de haber conocido a estas personas, tendría que pensármelo muy mucho. Pero creo que nunca me encontraré ante ese dilema. Esa gente sois todos vosotros. Muchas gracias.
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