CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

miércoles, 19 de octubre de 2011

"Aprendiz de la vida". Primer premio de relatos Cuéntanoslo 2011

Aprendiz de la vida

Jesús Mazariegos

Esta es una historia que tiene lugar en la España de mediados del siglo XVI. Es una historia marginal que cayó en mis manos en el Archivo de la Chancillería de Valladolid, cuando buscaba datos sobre el funcionamiento del gran taller de pintura y escultura que Alonso Berruguete tenía en la misma ciudad. La casa del gran escultor castellano es un edificio casi palaciego que aún está en pie, junto al monasterio de San Benito y ocupado por unas oficinas militares.
         Buscaba yo documentación sobre la participación del taller en la producción de las obras y la predominante dedicación a la pintura por parte de un artista cuya fama es debida a su producción escultórica. Uno de los documentos interesantes que encontré fue un pleito entre el padre de un aprendiz y el maestro Alonso Berruguete, del cual me llamó especialmente la atención el carácter abusivo del contrato entre el maestro y el aprendiz. En este y en otros contratos, el aprendiz era también chico para todo, era llamado criado y, además, tenía que pagar al maestro una determinada cantidad de dinero. En la rápida lectura de preguntas y declaraciones de testigos, a punto estuve de no darme cuenta de los pequeños indicios que, puestos en relación, van revelando lo que el lector de este relato podrá descubrir por sí mismo.
         El documento fundamental es un legajo de 176 hojas escritas por las dos caras, en letra procesal, con unas páginas más endemoniadas que otras, y que constituye el acta, por así decir, del pleito que mantuvo Pedro de Paredes, padre del aprendiz Andrés de Paredes, contra Alonso Berruguete. Hacía tres años que Andrés estaba en el taller de Berruguete cuando éste le echó a la calle y su padre comprobó que en todo ese tiempo había estado de chico de los recados y que no había aprendido casi nada del oficio de pintor, escultor y entallador.
         Andrés había empezado como aprendiz de escribano a los quince años, llegando muy pronto a dominar las convenciones de la abreviación y había llegado a dominar una elegante letra procesal con su propio sello. Pero, a pesar de su precoz habilidad, al cumplir los 17, inexplicablemente, empezó a escribir cada vez peor y más despacio. Cuando leí esta frase, me pasó por la cabeza una idea que consideré descabellada, pero poco a poco, al ir leyendo las declaraciones de los testigos e ir encontrando más indicios, en principio, anecdóticos y sin importancia, que se desprendían de las distintas declaraciones, me di cuenta de que mi sospecha adquiría solidez y fundamento. Del mismo modo, el atento lector, a medida que se interne en los avatares de esta historia, podrá él mismo confirmar los indicios a los que me refiero y llegar a las mismas conclusiones.
Andrés de Paredes entró en el taller de Berruguete a punto de cumplir los 18 años, para aprender el oficio por un periodo mínimo de tres años que podía llegar hasta cinco. Andrés, como el resto de los aprendices, firmaba un contrato según el cual debía obedecer a su amo y hacer todo lo que le mandara, aunque no fuera tocante al aprendizaje del oficio. Además, ninguno de los aprendices cobraba y todos debían pagar al maestro una cantidad anual que oscilaba entre los treinta y los cincuenta ducados. Se consideraba que el primer año, el aprendiz absorbía tiempo y esfuerzo del maestro, que debía detenerse en mostrar y explicar las técnicas y los procedimientos de la pintura y de la talla. Por el contrario, si el aprendiz era despierto y aplicado, al tercer año ya podía ayudar en determinados procesos, por lo que el maestro se resarcía ampliamente del tiempo anteriormente dedicado a su formación. Este gran taller de escultura y pintura funcionaba de modo que el maestro se limitaba casi exclusivamente a dibujar, dejando a la mano de sus oficiales la realización material de las obras y poniendo su mano en algunas pinturas o esculturas, de manera ocasional, para remediar un error o para conseguir un determinado efecto.
En el pleito que sirve de base a la historia que aquí se cuenta, el padre de Andrés, Pedro de Paredes, sacristán de la iglesia de La Antigua, demanda al maestro escultor Alonso Berruguete porque su hijo no ha aprendido el oficio y porque cree que el maestro ha abusado de él mandándole cosas desproporcionadas y muy fatigosas. Por su parte, Berruguete replica que Andrés es un vago y un ladronzuelo que le hurtaba los colores e incluso los dibujos, que le había robado una gallina y que le había destrozado unas puertas de un cliente por las que Berruguete hubo de pagar un alto precio.
         Desde que Andrés entró en el taller, llamó la atención su humor variable, unas veces alegre y extrovertido y las más, algo sombrío y vuelto hacia sí mismo. Igualmente extrañaba su manera de andar, unas veces como de puntillas y otras arrastrando lo pies. También eran conocidos sus frecuentes tropezones, con los que él mismo hacía bromas. Tenía también otras peculiaridades al moverse, como dejarse caer de golpe sobre las sillas y levantarse de ellas con dificultad o, por el contrario, con un salto violento. Andrés, en sus momentos de buen humor, asumía con gusto el papel de bufón pues, aparte de sus extrañas posturas, era muy ocurrente y rápido de pensamiento, sorprendiendo a todos con los juegos de palabras que improvisaba sobre la marcha. Sin embargo, muchas veces pasaba repentinamente a la melancolía y al desánimo. En una de las declaraciones de su maestro y señor, decía que Andrés era incapaz de mantener la atención durante mucho tiempo y lo mismo le ocurría para aguantar la concentración en el trabajo de una tarea monótona, dispersándose y comenzando otras tareas que no se le habían encomendado. Se quejaba también de su manera de hablar, como desganado y con poca claridad, incluso se refirió a que iba a orinar por lo menos el doble de veces que el resto de sus compañeros y que alguna vez se le había escapado el aire de su cuerpo, con su ruido y su olor, aunque él siempre negaba que causara mal olor. A este respecto, un oficial llamado Ramón de Ledesma, declaró que sabía, porque lo había comprobado, que Andrés tampoco percibía el olor de la madera de pino ni la de enebro ni las resinas ni los disolventes, y que una vez le oyó decir que las lilas olían mal, aunque recordaba que, de pequeño, le gustaba mucho su olor. Este testigo dijo que no sabía a qué se debía todo esto y sólo podía decir que, a su juicio, Andrés no tenía bien el sentido del olfato.
         Berruguete continuó diciendo que Andrés hacía las cosas muy despacio y siempre parecía cansado, de lo que deducía que era holgazán por naturaleza y que, porque era de esa pasta y porque le había robado algunas cosas, le había echado de casa.
Pedro de Paredes dijo que el maestro Berruguete había mandado a su hijo, andando, a Medina del Campo, donde tenía un deudor que  hacía y vendía quesos, al que había hecho un San Antonio de Padua y con el que había pactado que le pagaría con 68 quesos que le llevaba, uno por uno, periódicamente. Como aquella vez se retrasaba el envío, mandó a Andrés a Medina a por el queso. Ante esta acusación, inmediatamente, replicó Berruguete que cuando Andrés volvió de Medina, habían pasado casi cinco días y llegó con menos de la mitad del queso. Andrés, al que la caminata, en pleno verano, había fatigado especialmente, por un instinto de supervivencia que le creaba la necesidad, una vez en Medina se tomó las cosas con calma y, como no tenía provisiones ni dinero, fue comiendo del queso y bebiendo agua de las fuentes. El maestro Alonso llegó a decir que debería haberse alimentado con los berros de los arroyos, las espigas de las morenas y las lechugas de alguna huerta que encontrara a su paso.
El pleito, pues, trataba de resolver quién tenía razón, si Pedro de Paredes que había pagado sus buenos dineros para que su hijo aprendiese un oficio, sin ningún resultado, o el escultor Alonso Berruguete que se quejaba de haber mantenido a un joven díscolo, molesto  y cada vez más inútil, durante más de tres años. Lo cierto es que Andrés había servido durante todo ese tiempo como chico de los recados y lo más cercano que había hecho en relación con el oficio era haber dado dos manos de imprimación a unas puertas que luego se alabearon y trajeron no pocos problemas.
El concepto que el maestro y la mayoría de los oficiales y algunos aprendices del taller tenían de Andrés y su disposición para el trabajo, era mayoritariamente negativo, considerándolo como una persona poco dispuesta, abúlico, apático y vago por naturaleza, aparte de mostrar manías como la de pararse delante de las puertas aunque estuvieran abiertas. Un oficial llamado Anselmo Ruiz, declaró que “su misma manera de andar, unas veces desgarbada y otras cansina, echado hacia delante y sin mover los brazos, hablaban claramente de su dejadez y de su menguado talante”.
Un aprendiz poco mayor que Andrés, llamado Rodrigo, con el que había hecho mejores migas y con quien mantenía largas y frecuentes conversaciones, fue el único que intentaba comprenderlo y llegó a intuir vagamente que Andrés era como era porque estaba condicionado por algo que le pasaba. Ésta es parte de su declaración:
“Comparece ante mí, Rodrigo Quintana, de unos 22 años. Dijo conocer a Andrés de Paredes desde que éste entró en el talle y porque pasaba muchos ratos con él porque ambos dormían en un cuarto anejo al taller. Dijo que lo que él creía era que Andrés era una persona normal, pero que por algún conjuro, mal de ojo o por causas desconocidas, era como si los años pasaran más deprisa para él, pues igual que tardaba en vestirse más de lo normal, el tiempo parecía correr a galope sobre su cuerpo, como si se fuera haciendo viejo mas deprisa que el resto de los humanos, y dijo que no era apático porque tenía muchas ideas y proyectos pero su cuerpo le pesaba demasiado aunque estaba delgado, y que lo sabía, porque había visto muchas veces lo mucho que le costaba revolverse en el lecho, así como levantarse. Dijo que a él le parecía que Andrés era muy listo y activo y estaba lleno de voluntad, pero que vivía en un cuerpo que no le dejaba hacer lo que quería. El dicho Rodrigo Quintana hizo una cruz y no firmó porque dijo que no sabía escribir”.
El pleito se extiende entre quejas de cada una de las partes. Alonso Berruguete, además de culparle del robo de una gallina, adujo que le había derramado más de medio celemín de albayalde y que por su causa se habían torcido unas puertas de una hornacina de altar que tenían pinturas de su mano.
Andrés explicó cada uno de los casos. Respecto a la gallina, “dijo que se la encontró en la calle, que se había escapado del corral y que no sabía que era de su amo y que como estaba en la calle, picoteando entre las inmundicias y nadie la reclamaba, la cogió tras dar buenas carreras con mucho trabajo y peligro de caerse, por no valerse bien para correr.
Respecto al albayalde, que viene a ser lo que llamamos blanco-España, según el maestro, “había mandado a Andrés a por ello con un celemín de madera, a la casa de un hombre llamado Honorio, que lo hacía muy bien y que vivía en Robladillo, y que le dieron el celemín lleno pero llegó al taller con menos de la mitad y que no sabía qué había hecho con el resto, pero que buena parte la llevaba en sus ropas y aun en su misma piel, pues cuando entró en el taller parecía estatua de mármol y no persona humana, y recordaba que ello les dio motivo para reír durante toda la tarde”.
Andrés se defendió diciendo que “el celemín no tenía tapa y el día estaba ventoso, y que Robladillo no estaba nada cerca para ir sin cabalgadura, aunque no estaba tan lejos como Medina, pero que en tanto trayecto, el viento se iba llevando, átomo a átomo, todo el albayalde, sin que pudiera hacer nada para evitarlo”.
El asunto de las puertas arqueadas fue presentado por Berruguete poco menos que como un acto de sabotaje a una obra suya. Eran unas puertas hechas por un carpintero para la hornacina de un altar. Don Diego Almirante era quien las había mandado hacer y quien encargó a Berruguete que las pintara. Berruguete en persona pintó el lado exterior sobre pan de oro y no se torcieron. Por el lado interior debían pintarse al temple y al óleo sobre la madera, precisando previamente dos manos de imprimación, trabajo sencillo que fue encargado a Andrés, el cual lo hizo como él había visto hacerlo a otros, pero al día siguiente las puertas se habían torcido. Este hecho llevó a Berruguete a pleitear con Almirante por llevarle unas puertas hechas con madera sin secar, que habían echado a perder sus pinturas, en tanto que Diego Almirante decía que cuando llevó las puertas al taller estaban bien derechas y que era la pintura o la imprimación lo que las había torcido. Lo cierto es que Berruguete hubo de pagar las puertas a Almirante, cosa que hizo mediante una cubertería de plata. En aquella ocasión Berruguete había defendido que todo el trabajo de su taller se había hecho bien, pero ahora, dolido por el pago de las puertas, cargaba la culpa sobre Andrés de Paredes.
Andrés, en cuya mano ejecutora aunque sin culpa, estaba la causa de la pérdida de la cubertería, se sentía especialmente agobiado por este motivo. Tanto fue así que cayó en un estado de depresión y fue perdiendo su capacidad de movimiento, quedando agarrotado y sin apenas poder dar un paso, cayéndose con facilidad por falta de equilibrio, de modo que debía estar todo el día postrado.
El juicio quedó visto para sentencia y el juez, Don Jorge de Fuentealba, tal vez conmovido por la suerte de Andrés, emitió el siguiente veredicto: “Sepan cuantos esta sentencia vieren y entendieren, cómo yo, Jorge de Fuentealba, juez al servicio de la justicia de Su Majestad el Rey Nuestro Señor, digo y pronuncio lo que aquí sigue y que obliga a la partes a cumplirlo y si así no lo hicieren, caerá sobre ellos el peso de la ley y de la justicia que represento. Digo que el señor Andrés de Paredes o, en su lugar, Pedro de Paredes, su padre, ha de dar al maestro escultor Alonso Berruguete, un queso y una gallina. Por su parte, el dicho Berruguete, para remediar la falta de instrucción de su pupilo, escribirá para él un cuaderno que se titule Manual del buen pintor, escultor y entallador, que debe ilustrar con los dibujos necesarios y explicar con claridad todas las cosas sabidas y los secretos del oficio. Además, en uno de los viajes que hace a Toledo, donde tiene contratada media sillería del coro de la catedral, llevará consigo al dicho Andrés y lo entregará al Hospital de Santa Cruz, que, hace poco que ha sido abierto, para que sea allí reconocido por los médicos y curado, si Dios Nuestro Señor así lo permitiera, o recluido allí en el caso de que siga sin poder valerse y su salud no mejore, pagando los gastos el dicho Berruguete”.
Obviamente el castigo para Andrés no era más que simbólico mientras que condenaba el despotismo del escultor y el carácter abusivo de sus contratos y del trato a los aprendices. Cuando se preparó el viaje a Toledo, Berruguete fue a notificárselo al juez, diciéndole que él iría en una mula y Andrés en un pollino, a lo que el juez le contestó que el aprendiz no estaba en condiciones de viajar en una cabalgadura y que debían ir en una carreta. Berruguete no lo tomó a mal porque cambió los planes del viaje, aplazándolo 15 días para tener dispuestos unos modelos de balaustres y estípites para llevar a Toledo, así como terminar un San Jerónimo que tenía que dejar en la iglesia de Santa María de Nieva, cerca de Segovia. El viaje fue largo y penoso, como todos en aquella época, pero como a Andrés no le faltaba conversación y comentaba cuanto veía, en los días que duró el viaje, donde tuvieron que comer juntos y dormir en las ventas del camino, los dos hombres solos se fueron igualando poco a poco. Berruguete fue bajando de su pedestal a medida que descubría la inteligencia, la gracia y la calidad humana de Andrés y del mismo modo se daba también cuenta de la desgracia que el muchacho llevaba encima, llegando a preocuparse por su estado y ayudarle a vestirse, dándose perfecta cuenta de que sus juicios anteriores sobre su aprendiz eran errados.
Llegados a Toledo, Berruguete dejó a Andrés en el Hospital de Santa Cruz, con una carta del juez Fuentealba y otra del obispo de Valladolid para el cardenal Tavera que, a la sazón, estaba construyendo, extramuros de la ciudad, el gran hospital que lleva su nombre, también llamado “de afuera”. Tan valiosas recomendaciones las había conseguido Pedro de Paredes gracias a sus contactos en el clero vallisoletano, por ser su oficio el de sacristán.
Al día siguiente de la llegada a Toledo, Berruguete supervisaba el trabajo de la sillería, donde sus mejores oficiales pasaban a la madera los dibujos del maestro, tal como reza en el contrato. Pero, acostumbrado a la única compañía de Andrés, fue a visitarlo aquel mismo día, para interesarse por su estado. Los médicos le dieron tales explicaciones y con tan oscuras palabras, que entendió perfectamente que no tenían la menor idea de lo que le pasaba a Andrés. En los días que estuvo en Toledo, Berruguete dedicaba cada noche una o dos horas a hacer el cuaderno, poniendo en ello tal ingenio y dedicación como si no supiera que su destinatario jamás iba a poder poner en práctica aquellas enseñanzas. El resultado fue una obra sin duda primorosa que se considera perdida. El mismo día en que emprendía el regreso a Valladolid, le llevó a Andrés el cuaderno terminado y se despidieron con un abrazo. El escultor se dio cuenta de que Andrés tenía dificultad para respirar y presintió que no volvería a ver a su antiguo aprendiz y nuevo amigo. Cuando a los pocos meses volvió a Toledo para entregar la sillería al cabildo de la Catedral y cobrar la parte que se le debía, fue directamente al Hospital de Santa Cruz y vio que en la cama de Andrés había otra persona. No se acercó ni quiso preguntar. Prefirió quedarse con la duda de que le hubieran cambiado de sitio o, incluso, que se hubiera recuperado y estuviera dando un paseo. Pero Alonso Berruguete no podía engañarse a sí mismo y, cuando pasaba por la plaza de Zocodover, sus ojos se nublaron y dejaron caer lágrimas amargas de dolor y remordimiento. En aquel momento se sintió como un aprendiz de la vida.
Este rosario de circunstancias que aquí se cuentan, van dejando un rastro de síntomas de la enfermedad que padecía el aprendiz Andrés de Paredes. Todo indica que sufría un párkinson juvenil hereditario como portador del gen parkina. Pero en el siglo XVI, la Enfermedad de Parkinson no tenía nombre, ni siquiera se llamaba “Parálisis Agitante”  porque faltaban tres siglos para que el doctor James Parkinson describiera la enfermedad y publicara su trabajo. Sin embargo,  en el siglo XVI y antes, ya había enfermos de párkinson. Si hoy el enfermo de párkinson se enfrenta con la incomprensión de mucha gente, a mediados del siglo XVI, a pesar de estar en pleno Renacimiento, la ignorancia de unas mínimas nociones sobre el funcionamiento del cuerpo humano y en especial del sistema nervioso, las falsas creencias envueltas en las oscuridades de la religión y la intolerancia dirigida contra todo aquel que se saliera de la norma, convertían al enfermo de párkinson, al principio, en una persona sospechosa, y después en un poseso o endemoniado. Ni la enfermedad tenía nombre ni el enfermo era considerado como tal, pues no mostraba llagas ni úlceras y tampoco tenía fiebre. Los síntomas se interpretaban más bien como un comportamiento extraño, incluso caprichoso.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que, al no haber ningún tipo de medicación, la sintomatología era muy distinta de la de hoy, pues no existían ni la acción benéfica ni los efectos secundarios producidos por la levodopa y los agonistas dopaminérgicos. A cambio, la enfermedad avanzaba rápida e inexorablemente, sin ocultar un solo síntoma y produciendo la muerte del enfermo a los siete u ocho años de haber empezado a notar los síntomas. El fallecimiento se producía por asfixia causada por la rigidez e inmovilidad de los músculos que mueven los pulmones, si no se había producido antes por neumonía causada por atragantamiento, por inanición al ser apartado de la sociedad, o por combustión en las hogueras de la Inquisición.

N. B.: El presente relato, aunque situado en una época y en un contexto concretos, es totalmente ficticio. El documento del pleito al que se hace alusión, del cual parte toda la historia, no existe. La información sobre el funcionamiento del taller de Alonso Berruguete y algunos detalles como las condiciones de los contratos, sí están basados en otros pleitos semejantes. Alonso Berruguete (junto al Cardenal Tavera) es el único personaje real y, aunque pueda parecerlo, no tengo nada contra él, más bien todo lo contrario, por ser el artista no contemporáneo al que mejor conozco y a cuyo estudio he dedicado una parte de mi vida.

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