Ora marítima
Mon Montoya
5 de abril de 2001
Espacio Caja Burgos
Burgos
Ora marítima
VIAJE
Con la retina inundada de mares mesetarios, pardos y amarillos, Mon Montoya mira el Mediterráneo azul desde los pies del Ponoch y observa el mecerse de los mástiles sin velas. Recuerda una hilera de chopos a punto de perder las últimas hojas. Piensa en los cipreses. Cuestión de verticalidad.
El pintor tiene un barco encima de la mesa, un barco con cañones de pinzas de tender y marineros multicolores. Un barco que huele a cedro, unos marineros sin uniforme y sin mar, marineros poetas y pintores, marineros en tierra. Lápices de colores. Recuerda los versos de la adolescencia: navega velero mío, y decide zarpar no sabe a dónde. El barco sigue sobre la mesa, inmóvil, y el pintor siente en el rostro el aire antiguo de las viejas culturas, aire de Roma andaluza, y piensa en sus hermanos Federico y Rafael.
Mon Montoya viaja en busca del conocimiento por la superficie infinita de los lienzos, camina por los páramos de la mano de Antonio Gamoneda y lee a Rilke en las tardes elegíacas. Sale al campo y se maravilla con las piedras y los insectos, piensa en las palabras de Bernardo Atxaga: Soy un erizo quieto, como una hoja seca; y recuerda las de Wols, mirando al suelo: Yo no sé lo que soy. Mira esta grieta. Es como uno de mis dibujos. Es algo vivo. Aumentará. Cambiará cada día como una flor.
El artista busca el reflejo de la belleza en cada cara de la realidad, igual que el viajero Eutimenes. Mira a través del cristal de la ventana los azules del Guadarrama y los cobrizos de las las últimas hojas de los chopos. Los contempla a través de su propio reflejo y comprende que sólo es posible ver el mundo a través de sí mismo, mientras el mundo le impide percibir con claridad su propia imagen. Pronuncia las palabras de Miguel Ángel: Dime si mis ojos ven realmente la belleza por la que suspiro, o si la tengo yo en mi interior y, mire hacia donde mire, veo alli su rostro reflejado. Mon Montoya busca su incierta Ítaca en el horizonte inalcanzable, en los recónditos versos, en las formas, en los colores y en los aviones.
CATARSIS
En la década de los setenta, la pintura de Mon Montoya estaba poblada por personajes con formas predominantemente planas y sumarias, con deformidades propias de la blanda materialidad que corresponde a su onírico origen, fuera éste el sueño sobrevenido, de ojos cerrados, o la ensoñación provocada por la mirada hacia el interior de sí mismo. Procedentes del difuso universo interior, los personajes de su historia poseían una consistencia maleable, con formas tendentes a la expansión y a la metamorfosis.
A principios de los ochenta se observaba una afirmación de la individualidad de los motivos sobre el fondo, apoyada por un vivo cromatismo, tan apropiado para subrayar la función de catarsis como reveladores son los títulos (Adentro/afuera) alusivos a la purga interior de aquel momento. Parcialmente liberados los demonios, obras como la serie Las delicias de un jardín, suponen la recuperación de una mayor ambigüedad espacial, de un carácter más plano y unitario, transparente, o más bien traslúcido, dado el predominio de tonos lechosos, más intensos en las figuras que en los fondos.
En La noche que a Pigmalión todo se le tambaleaba, la anterior claridad se hace nocturna, con un nocturno azul que conduce hacia la progresiva disolución e indefinición de las formas y al consiguiente acercamiento a la abstracción. Este oscurecimiento cromático y cuanto de trascendente pueda encerrar la tendencia hacia las formas abstractas y simbólicas, coinciden con la experiencia de la cercanía de la muerte. A partir de este momento, la sombra de lo irremediable volverá a pasar, con insistencia, cerca del pintor, provocando una aproximación a formas de trascendencia que coinciden con una menor referencialidad antropomórfica de los signos, hechos ya pura geometría o puro grafismo a partir de El castillo de Marinetti.
Cada distancia tiene su silencio, es la expresión de la desolación por la pérdida del mejor amigo, en obras dominadas por la idea de ausencia y de vacío. Sobre glaciares campos de color, cruzan los sutiles hilos de una comunicación imposible. El vacío es atravesado por las inciertas fuerzas del recuerdo como único argumento, como único consuelo.
La difusa diafanidad alcanzada por el espacio pictórico, pronto se vestirá con el cromatismo de los recuerdos soñados de la infancia (Sweet Mérida). En la relativa seguridad de la geometría, buscará la contingente calma de los mundos provistos de límites, espacios más sólidos a los que asirse y en los que prender las imágenes del recuerdo como una terapia de depuración afectiva, como un vómito liberador de momentos pasados. Así, en el sólido resguardo del Rincón de un paisaje oblicuo, dejará el pintor, como exvotos de sí mismo y memoria de lo que ha sido, pequeñas cartas cifradas, cada vez de menor tamaño, como vistas por alguien que se aleja, que se sale de su propio yo con el fin de valorar su posición y su grado de soledad en medio del cosmos, pero también para conocer mejor su propia identidad. Esas citas de sí mismo son como marcas del territorio vital, como actas que confirman la existencia.
Las obras de la primera mitad de los noventa parecían apuntar hacia ese límite que la depuración de medios y formas impone, de ese punto al que llegaron Malevitch, Rothko y tantos otros. Los fondos habían ido tomando una creciente importancia, lo que supuso, paralelamente, una mayor complejidad en su preparación y tratamiento, cuidando de sus matices cromáticos y texturales mediante complejos procedimientos en los que las múltiples capas de pintura y las veladuras con componentes grasos aportan una creciente riqueza de matices y transparencias (Excéntricos internacionales).
La culminación de este proceso de afirmación del fondo como paradójica presencia del vacío, contestado desde las pequeñas citas concebidas como cuadro dentro del cuadro, como fragmentos de la memoria, suponen un enfrentamiento entre lo líquido y visceral, por un lado, y lo lineal y concreto, por otro. La solución a tal enfrentamiento hacía esperar una salida que hiciera saltar las fronteras expresivas a las que su lenguaje parecía aproximarse. El dilema se planteaba entre dos categorías de elementos plásticos, progresivamente separados por el artista mediante el reagrupamiento de las figuras y la consiguiente diafanidad del fondo, proceso en el que los signos caligráficos habían ido perdiendo entidad, llegando casi a desaparecer en algunas obras de la primera mitad de los noventa (La reina del concepto).
ÍTACA
Es a finales de esa década cuando, de forma tan imprevisible como natural y coherente, Mon Montoya resuelve la inflexión en un giro hacia el interior de sí mismo, en un encuentro con lo más visceral de su lenguaje, precisamente con los signos caligráficos que en los últimos años habían ido pasando a un segundo plano. Esos signos recogían también la tradición de los elementos plásticos de mayor entidad, en tanto en cuanto venían a ser verdaderos ideogramas de la imagen, expresión gráfica y reducida de los iconos principales.
En ese oscuro caldo de cultivo que son los fondos de los fondos, las capas abisales de pintura, allí, sobre la trama del lienzo, dormían las huellas de caricias perdidas, pequeños signos de los gestos del pintor, tallos, filamentos, gérmenes benéficos, protozoos ignorados, apéndices de incierto origen, trazos, comas, tildes, rabillos, letras rotas, símbolos secretos y trazos insignificantes. Al abrigo de las veladuras, al calor de la tibia luz y de las miradas invisibles, fueron germinando en la penumbra del estudio y en la memoria oculta del pintor hasta formar un magma sígnico, una escritura líquida.
Caligrafía pictórica, códice hermético, estos grafismos, ahora partes inseparables de un todo orgánico y unitario, cúmulo de signos que rara vez llegan a sugerir figuras, marcas de la emoción convertida en gesto, nadan como plancton nutricio en un mar de pintura, unas veces conservando su identidad e independencia, otras fundiéndose unos con otros, formando redes de distinta trama. El trazo se mece, se dobla, se rompe, se engancha al cuello de su vecino y forman signos que recuerdan cosas y que nublan la memoria. A veces hacen mudar el semblante desde el vértigo pasajero hasta el reposo melancólico.
Los grafismos provistos de códigos fríos e indelebles, adscritos al ámbito de la escritura, transmiten ideas exactas y pueden hacerlo mediante sonidos articulados. El alfabeto sígnico de Mon Montoya está formado por infinitos caracteres cuyos códigos lábiles, de ambiguo significado, no transmiten palabras que formen frases sino que dejan sentir sensaciones y sentimientos; no precisan de la fonética porque se expresan en susurros y jadeos. Transmiten pasiones silenciosas y estados de ánimo, reviven los recuerdos y provocan la nostalgia. Unas veces son cartas de amor filial, otras diario íntimo, otras callada conversación con los muertos.
TARDE
Los fondos son como las tardes líquidas, oscilan de lo tenue a lo luminoso, van de los recuerdos dulces a los presagios amargos, del llanto a la esperanza. Su color dominante encierra soles y distancias, ríos y dragones orientales, playas con niños y nubes de alquitrán, perfumes nocturnos, esbeltas sombras y atrayentes abismos.
Signos y fondo albergan significados que no son descriptivos ni únicos, sino subjetivos y ocultos, emociones íntimas cuya naturaleza rara vez depende de la indefinida figura que el signo pueda sugerir. La relación entre la críptica naturaleza del signo y su posible significado es siempre oscura y problemática y, en consecuencia, rica, compleja e inagotable. Los títulos de los cuadros aportan claves que nunca son totalmente reveladoras. Son títulos procedentes de una vida en intenso y extenso contacto con la poesía, títulos unas veces sugerentes y luminosos, otras desconcertantes y turbadores, nunca neutros ni tibios.
Ha de existir una relación entre las formas y colores del cuadro, por un lado, y el contenido insinuado por el título, por otro. No es una relación lineal, basada en la semejanza objetiva. El color sustenta el tono general de la idea plásticamente expresada y metafóricamente sugerida con palabras. La naturaleza del trazo, del signo y de la trama, aporta veladas imágenes referentes al hecho concreto que sirve de soporte a la idea general.
MELANCOLÍA
Mon Montoya mira el cuadrado azul del cielo y no ve en su lienzo sino pequeños signos como estrellas, asteriscos caídos de las constelaciones de Miró. Mira el retrato de Miró con su hija, pintado por Balthus, y siente un nudo en la garganta. Mira el nudo de la corbata de Miró y escribe una carta: “Mamá, tu muñeca ya es una mujer”. Dolors.
Escribe cartas a otros mundos, dibuja cartas de navegar y marca los lugares y las rutas con signos antiguos. Traza mil aleatorias rutas y escalas dictadas por el deseo, hasta formar espesas redes en las que perderse con la esperanza de arribar, un día, a las solitarias playas del conocimiento.
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