A y Z
Alfredo Aguilera y Harald Zimmer
Casa de los Picos
1 de noviembre de 2000
Segovia
La A y la Z. Los extremos del abecedario parecen subrayar la distancia que los separa exhibiendo su distinta arquitectura y su antagónica fonética. La A es el esquema mismo de la composición clásica, equilibrada y estable como una pirámide, no hay voz de más bella sencillez ni más tranquila. La Z, por el contrario, es el zigzag, la línea quebrada, el movimiento de la diagonal, los dientes de la sierra, la imagen del rayo, de difícil y tensa articulación. La A abre la boca y los sentidos y aspira la paz. La Z apenas permite liberar la tensión mientras amenaza con morderte la lengua.
Aguilera y Zimmer. Distintos y distantes. Pero hace treinta años, cuando el universo aún era curvo, los límites del abecedario se encontraron caminando juntos por la misma banda de Moebius. Ahora que los días nos expulsan del siglo que teníamos por nuestro, se deshace el ovillo del tiempo como para tomar conciencia de lo vivido. Y la A y la Z, los extremos antagónicos de la sensibilidad, coinciden de nuevo en el espacio y en el tiempo y lo hacen en La Casa de los Picos de Segovia, porque por esta ciudad y por esta casa pasan los hilos de su vieja amistad y el recuerdo vivo de una existencia rota.
Treinta años hace que Alfredo Aguilera, precoz viajero, trajo de Londres las imágenes de Bacon, agitadas como una bandera de modernidad. Y las llevó a aquel anticuartel general, centro universal para el estudio de la cara B de las cosas, que era el piso de estudiantes de Saconia donde más-que-vivían Rafael Baixeras y Mon Montoya.
En otro de sus vuelos, Aguilera llegó hasta la alemana universidad de Braunschweig, donde le asignaron un intérprete llamado Harald que solía traducir con notable libertad, de modo que, si el mensaje para Alfredo era “mañana tenemos un examen”, la traducción decía “nos esperan en la cervecería”. No era un intérprete al uso, pues, incluso cuando traducía literalmente, su cerrado acento andaluz parecía cambiar notablemente el sentido de lo que acababa de ser pronunciado en alemán.
Harald Zimmer tampoco era un alemán al uso porque había nacido en Sevilla. Este andaluz sin tierra que, de cuando en cuando, necesita andar entre el silencio de los olivos y oler el mar de Cádiz, empezó a frecuentar el anticuartel de Saconia para poder escuchar las guitarras entre ruido de vasos y discutir hasta la madrugada sumergido en la azulada bruma del tabaco. Fundadas razones las de Alfredo Aguilera y Harald Zimmer para encontrarse de nuevo en Segovia y colgar, como en una picota, sus distintos temperamentos materializados en sus obras.
La obra de Aguilera aspira a ordenar el caos de la naturaleza con una paciencia alfarera. Por eso gusta sintetizar las formas asegurándolas en el plano y en la precisión de los contornos. Sus figuras y sus motivos vegetales son ajenos a cualquier tradición concreta pero poseen la sabiduría de las antiguas civilizaciones. Los diseños de Alfredo Aguilera, en pintura o en cerámica, animan la ingenuidad de lo primitivo con la intelectualización de la visión cubista. Sus signos corporizados en estelas o en ídolos laicos, sus personajes, anónimos y solitarios pero fieramente humanos, pertenecen a la tradición de lo nuevo. El suyo es un arte vivible, la obra de arte como amuleto cuyo poder radica únicamente en el efecto benéfico de su forma, arte capaz de reconciliar al hombre consigo mismo y con el mundo.
En contraste, la obra de Zimmer exhibe un expresionismo visceral, áspero y directo, sin concesiones al decoro. Sus formatos irregulares y su pulsión bárbara reflejan una búsqueda en lo más hondo y más irracional del hombre, expresado en imágenes que son como las huellas de los sentimientos más primitivos, como heridas interiores liberadas y vertidas sobre la fragilidad del soporte. Harald Zimmer ha provocado voluntariamente el sueño de la razón y ha convocado a los monstruos subterráneos, a las larvas con cabeza humana, a los espectros que se esconden en las manchas de los muros y a todas las sombras de la noche para hacerlos visibles y plantarles cara. La náusea existencialista se confunde con el desgarrado grito de la soleá. En su paleta se funde la raíz común del expresionismo hispano-germánico, expresada en un lenguaje que, aunque hunde sus raíces en el Kreuzberg berlinés, posee toda la furia de la veta brava.
Si el papel se dobla, la primera y la última letra se encuentran cara a cara. Ahora saben que tienen mucho en común. En las nítidas siluetas y en las manchas difusas, yo veo la sombra de un hombre solitario que camina de perfil.
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