Memoria de las cosas
Diego Neyra
04 de julio de 2001
Galería Zaca. San Ildefonso (Segovia)
Algunas veces da la sensación de que la pintura, aunque en rigor, en este caso habría que decir el dibujo, renuncia a cualquier recurso que vaya más allá de la ligera línea de tinta sobre la blancura del papel, de modo que el más puro de los elementos plásticos parece asumir la disciplina de una clara y única referencialidad.
En la obra de Diego Neyra hay un rigor de medios y una renuncia al uso de recursos superfluos que rápidamente disipan cualquier sospecha de un sometimiento a la apariencia externa de las cosas. La disciplina con la que teje esa fina trama de hilos multicolores, a un tiempo sobria y prolija, consigue, en una obra esencialmente figurativa, suscitar la atención sobre los propios elementos expresivos y traspasar la epidermis de los objetos para intuir su naturaleza interna, su esencia invisible.
Diego Neyra no es un pintor pretencioso ni en su obra ni en su persona, pues, igual que es parco en medios, acostumbra a omitir su currículo en los catálogos de sus exposiciones, rara e infrecuente virtud no sólo entre los artistas. Este sevillano de Utrera, que ni este alto mérito suele reflejar, posee una brillante trayectoria basada en la coherencia de un lenguaje y de un mundo propios.
Yo lo imagino feliz frente a la belleza que pasa ante sus ojos, como buen andaluz, es decir, como reencarnación del nuevo griego que buscaba Winckelmann, gozoso pero también reflexivo frente al mundo que le rodea, no convirtiendo el senequismo en mero ver pasar las cosas sino en sosegado y agudo examen de la realidad.
Su técnica es de una depuración extrema, haciendo buena una minuciosidad basada en la severidad con la que construye la trama de sus trazos a pluma, una trama que, sobre la lisura del papel, a veces se confunde con la de un lienzo inexistente. La intensidad de estas obras no puede percibirse a través de las reproducciones y exigen una observación próxima para poder percibir ese alarde de precisión miniaturista que, sin embargo, produce un resultado fresco.
Cabe preguntarse si la precisión y la minucia tienen sentido a principios del siglo XXI. Si la posmodernidad ha abierto las tragaderas estéticas de la sociedad capitalista que todo lo engulle y que de todo se apropia, ahora que ya no nos quedan nombres y andamos ya por el enésimo postpost, ya no es sostenible la alusión denostadora para el detalle o para la academia.
Esto no significa que valga todo. Valen las cosas bien hechas y no valen las ordinarieces, las cursilerías ni las vaciedades. Entre el buen y el mal gusto, sea en figuración o en abstracción, hay un abismo. Hay figuración anodina y hay informalismo academizado, lo mismo que hay personas capaces de tragar tocinillos de cielo a cucharadas y sin beber agua. Y quien dice tocinillos dice pintura.
La factura de Neyra es rotunda, como su mundo, un universo bien delimitado en el presente, seleccionado con recto criterio y visto como en la soledad de una gran naturaleza muerta universal. El pintor ve pasar el curso de los días y mira su huella en los objetos. Los muebles, los muros o las puertas muestran las lentas marcas de los años, la cruel mordedura del tiempo y el violento encuentro entre graffiti y la pared encalada o las desvencijadas tablas que le sirven de soporte.
Algunas veces reproduce con exquisita fidelidad las manchas accidentales o las pintadas de una pared, encerrando una bella contradicción muy semejante a la que Roy Lichtenstein expresó en su serie Pinceladas; informalistas, grandes y chorreantes pinceladas , pero ejecutadas con la precisión de los puntos Ben Day. Del mismo modo, Neyra parece dar consistencia a un mundo que se desmorona, restaurar la ruina que deja el tiempo y ordenar el caos de la memoria.
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