CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

sábado, 22 de octubre de 2011

José María Pérez de Cossío. LA SOLEDAD DEL CREADOR




La soledad del creador





          Admitiendo las excelencias del trabajo en equipo, indudables, según dicen, para determinadas tareas, sigo pensando que las grandes obras de los hombres han sido ideadas y ejecutadas en soledad, en el único estado en el que un hombre puede ejercer su libertad.
          En soledad se piensa, se sueña, se pinta y se escribe. En soledad se sufre la angustia y se espera la gloria. En soledad se torea. Sólo la soledad aporta una idea de la desproporción entre el yo y el resto, entre el pintor y la pintura, entre el torero y el toro. Así como la duda es el principio de la sabiduría, la soledad es un estado necesario para tomar conciencia de la fugacidad de la existencia. Es preciso armarse de valor para enfrentarse al resto del universo, para entender la historia de la pintura y para dominar al toro cotidiano.


El valor del miedo

          Del mismo modo que para ser ateo hay que tener mucha fe en la realidad del universo y en uno mismo, para poder considerarse verdaderamente valiente es necesario haber vivido situaciones de amenaza real para la propia vida y haberlas superado con entereza, es decir, no cayendo en la pérdida de control que el miedo es capaz de provocar. Nadie sabe si es valiente o no hasta que se encuentra de frente con alguna de las caras del miedo.
          Se sabe que el odio y la ira abocan a pensamientos deformantes y a comportamientos violentos. Se cree que el amor produce benéficos desarreglos que optimizan la percepción de la realidad, en tanto que un sentimiento anejo como los celos provoca los efectos contrarios. Hay acuerdo entre los psiquiatras en afirmar que el miedo es capaz de destruir, en un momento, todo el edificio ético y moral de una persona. Aguantar el miedo sin desmoronarse y sin empujar a otros para huir de la quema, es un ejercicio de dignidad. El torero está solo mientras le visten en el hotel, está solo en el patio de cuadrillas, rodeado de subalternos y de periodistas. Cuando espera al toro con el capote extendido, el torero está a solas con su miedo y su valor.


Cornadas

          Sólo se empieza a ser torero a partir del momento en que se ha estado ante los cuernos de un toro y rodeado de público. Hay que ser muy valiente para lidiar al toro de la vida. La vida da sustos, revolcones, puntazos y auténticas cornadas. La vida, a veces, también regala caricias francas y besos confortadores como el sol y necesarios como el aire, besos que ayudan a soportar las cornadas. Ignoro el número y las dimensiones de las cornadas y de los besos que jalonan la vida de José Mª Pérez de Cossío, vida que percibo cargada de prodigios y de azares, de legionarios condescendientes y carteristas buenos, de noches al sereno y temporadas en el pabellón de reposo.


Lidiar

          Todo pintor es un torero en el ruedo del arte. Cossío libra cada tarde una batalla con el toro de la pintura, aguantando su ímpetu de espátula, recogiendo el guante de un papel en el suelo y convirtiéndolo en collage, templando los colores, sosteniendo la composición, rematando cada pase y cada cuadro con la muleta del saber hacer y con el estoque de sus pinceles.
          Si el torero, con sus movimientos, dibuja armónicas curvas en el aire, extiende pinceladas de color sobre el albero y compone una faena como si de un cuadro se tratara, el pintor se enfrenta al lienzo con el mismo respeto que a un toro. Un lienzo blanco es tan prometedor y tan amenazante como un cinqueño recién salido del toril. Toda pintura gestual tiene algo de lucha y de danza: los mares han de pintarse con movimiento marítimo y las corridas con gestos taurinos de pases y brindis, con desplantes y miradas al tendido; con un  algo de chulería y un mucho de elegancia en cada gesto.
          Cossío pinta el mundo nuestro de cada día y se lo pone por montera. Capear la vida según viene. Pintar como vivir. Vivir como si nada.


De Lorca a Motherwell

          Entre Las Ventas y Nueva York hay suficientes hilos de conexión intercultural que ponen en relación ambos lados del Atlántico. En la pintura de Cossío confluyen los hilos que van del surrealismo al expresionismo abstracto y de éste a la Neofiguración, de Lorca a Motherwell, del inconsciente colectivo a los mitos antiguos y a los ritos ancestrales. Cuando pintaba el Homenaje a la Segunda República española, Robert Motherwell pensaba en el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías.
          En las pinceladas y en los empastes de los trajes de luces, se deja ver la herencia violenta y gestual del informalismo. La expresión grave de esas cabezas bajo la montera, muestra, en el pozo oscuro de sus ojos, el fondo de su alma atribulada por la dialéctica del miedo y del valor. El rostro de un alma en erupción no puede pintarse sentado cómodamente ni dibujando perfiles netos y armónicos; la tensión ha de pintarse con tensión, la impaciencia con impaciencia y la belleza con amor.



Maestros

          Los toreros de Cossío tienen expresiones que van desde el control y la entereza del hombre que domina al animal, hasta el terror apenas contenido, pasando por la recién lograda compostura que el valor hace posible. Uno de los rostros muestra la expresión terrible del dolor de una cornada, en un grito sordo y baconiano que rompe el decoro clásico que Lessing veía en la entreabierta boca del Laocoonte.
          La corrida es una metáfora de la vida y el ruedo es un laberinto sin marcas, límites ni señales. El torero es el príncipe de las empresas políticas, el Hércules que ha de luchar contra el enemigo y vencer a la Hidra y al León de Nemea; es el varón fuerte y virtuoso de las empresas sacras, es la figura de San Jorge que vence al dragón.
          Los toreros, en sus cuadros, sin librarse totalmente del miedo, se revisten del valor que les insufló su creador. Las plazas pintadas esperan animarse con la música y los aplausos. Una de las mujeres se prenderá en el pelo un clavel rojo que nadie le ha visto recoger. Desde las superficies pintadas aflora un hálito de gloria y de muerte, un soplo de tragedia lorquiana y de tarde goyesca.


Liturgia

          El torero sabe que no siempre es el toro el único que encuentra la muerte. No es ético escandalizarse ante la muerte digna de un toro mientras los hombres mueren asépticamente en una habitación acristalada. El torero y el hombre saben bien la doctrina de Miguel de Mañara y viven conscientes de la vanidad de los espejos y de las flores, de la fugacidad del tiempo, de lo voluble de la Fortuna, de la caducidad de las glorias terrenas y de la inexorabilidad de la muerte. El torero dicta la hora de la estocada certera pero el hombre no puede saber ni decidir la hora de la muerte de otro hombre.
          La corrida es también un sacrificio, un rito cruento y pagano donde el torero es el varón fuerte y virtuoso que con artístico ceremonial oficia la liturgia del triunfo de la inteligencia sobre la fuerza bruta. El Sumo Sacerdote se viste de rojo y usurpa el trono papal donde Velázquez pintó al hombre que tuvo la grandeza de reconocer sus miserias al decir: "Troppo vero".


Desde el tendido

          Sin una mujer en el tendido, el toreo tendría mucho menos sentido. La mujer es la receptora de las emociones que produce ese combate en forma de danza que se libra sobre la arena. La mujer, madre, madrina o hermana, novia o amante, mira al diestro unas veces pensativa, otras temerosa, conmovida, enamorada..., sabiéndose parte activa del prodigio, sabiéndose receptora de la tarde, inductora del arte y cara oculta del cosmos.
          En el ruedo de la vida la mujer es el desigual adversario, siempre desconocido e imprevisible. Se conoce su peligro pero se claudica ante su atracción fatal. Dice la copla: "Yo no le temo en el ruedo / que se me arranque la fiera, / pero, en cambio, me da miedo / de tus ojos, compañera".


El toro interior

          Las cabezas de toro que pinta Cossío, solemnes y dramáticas, poseen un toque de expresión humana. Parece como si el pintor conociera la historia de amor-odio existente entre el torero y el toro, entre el hombre y la fiera. Cossío conoce el alma oscura de ese toro nocturno y solitario porque, en una noche clara, entre los ojos que se miran, se han encontrado y se han reconocido el fondo humano de la bestia y el toro que todos llevamos dentro.
          El torero se estremece ante la mirada triste del toro herido. Su bravura duerme y sólo muestra una infinita melancolía, que arrastra, errático, por las dehesas nocturnas de Poussin, compartiendo la noche con cíclopes humillados, silenos ebrios, faunos enamorados y minotauros melancólicos.

Jesús Mazariegos

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