MEMORIA DEL FUEGO
El principio de todas las cosas es lo indeterminado. Ahora bien, allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción. (Anaximandro)
Jesús Mazariegos
El artista sabe que los paisajes amanecen cada día, ha velado a los seres de la noche esperando la luz que no defrauda y ha visto con escepticismo cómo se trastocan los puntos cardinales. El artista tiene un reloj con cuatro manecillas y sabe que las brújulas no señalan el Norte, que el tiempo es una conveniencia, que todos los mapas son falsos y los horizontes todos móviles. Pero ha visto salir el sol cada mañana, en Segovia, en Springs, en el Mediterráneo. Él sabe que es el mismo sol de todas las cosechas, el sol del rayo y de la tormenta, el que adoraron los egipcios, el que dio las medidas a Eratóstenes, el centro de Galileo y de Copérnico.
Christian ha mirado a su alrededor y ha visto, como vanitas barrocas vivas, las caducas flores, los ficticios espejos, las pantallas engañosas, la irremediable contingencia humana. Se ha parado a buscar un principio válido, una base sólida que no proceda de aceptados credos, dada la condición común de los errores.
Recuerda su próximo pasado, su Underwater World donde el movimiento de las aguas, con su repetida insistencia, provocaba onduladas formas y rosados reflejos que revivían en su mente los sueños de la adolescencia. Aquellas formas de mujer, hijas de los grutescos y de las algas, reinaban en los mundos abisales, donde los tallos, hebras, filamentos y láminas, dejaban ver, a veces, caparazones, antenas, artejos y amenazantes bocas. El elemento femenino era el principio de todo, como el agua era el elemento primordial para los antiguos milesios. Las figuras femeninas, herederas de las diosas venidas del oriente mediterráneo, eran la exteriorización de los sueños recurrentes y de los mitos colectivos. Füssli también había creado poderosas e inquietantes mujeres de grandes pechos, a un tiempo atractivas y temibles, solícitas y devoradoras; la sombra de la mantis religiosa.
Pero el mundo está ahí fuera y de él procede cuanto la memoria guarda. Así, la pintura de Christian Hugo se ha ido desprendiendo de referencias a la trascendencia y al subconsciente y, lo que podía entenderse como la representación de un mundo interior, inexistente para la física, se ha hecho forma, presencia cada vez más despojada de raras anatomías y de alusiones ajenas a la propia materialidad de la pintura.
Contra la amenaza de la podredumbre, contra la caducidad de lo orgánico, recordó las palabras de Anaximandro y fue descubriendo un nuevo principio, en realidad el más antiguo alfa-y-omega, el más viejo impulso creador y destructor. El artista no acudió a escuchar a los oráculos, le bastó con mirar de nuevo el horizonte. En el sol que nace cada día, en el fuego que de él procede, estaba el principio de la regeneración, la fuerza de la destrucción y de la vida. La enseñanza de Heráclito era lúcida, la vida como río, el fuego como principio y fin, como fuente de renovación eterna. Fuego y agua, muerte y vida de las formas. Volver al principio, al sol, al rayo, a la hoguera.
Como si oficiara antiguos y olvidados ritos, Christian Hugo volvió a las arcaicas libaciones y a los sacrificios ígneos para provocar la confrontación entre los elementos: agua y fuego quemando la tierra bajo los pies de la pintura, dejando en el soporte su imprevisible huella. El artista ejerce su poder sobre los elementos, controla la lucha entre las fuerzas antagónicas y, sobre los restos de la batalla, construye el territorio de la pintura, lo rotura de nuevo y lo siembra con antiguas semillas que caen de su memoria; aún arraigan viejos tallos y los últimos despojos de los húmedos sueños de la adolescencia.
En las obras de papel, la pintura de Christian parte del enfrentamiento a muerte con el soporte, al que hiere buscando la blancura de su médula y al que incendia para curarle las heridas, para crear armonías compositivas, cromáticas y táctiles. En los lienzos, sin embargo, prescinde de la condición ligera y puntiaguda de las formas, de los vuelos flamígeros que da el fuego, y crea estables estructuras ortogonales de sobrio cromatismo, donde tampoco renuncia a la marca violenta, al grafismo que provoca y que pregunta, que prolonga el camino de la pintura.
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