CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 20 de octubre de 2011

Javier Riera. LOS PLACERES DE LA IMGINACIÓN

Los placeres de la imaginación
Javier Riera
01 de mayo de 2003
Galería Paloma Pintos
La Coruña


Joseph Addison en uno de los artículos publicados en 1712 bajo el título Los placeres de la imaginación, afirma que, si en la percepción de la belleza clásica, los factores que determinan dicha belleza, en este caso la armonía de las proporciones, residen en el propio objeto, existen cosas que poseen tales dosis de grandiosidad y de misterio, que su contemplación no sólo produce admiración, sino también sorpresa e intimidación, un efecto de atracción y de miedo, como si de un precipicio se tratase. Cuando se dan estas circunstancias, sean los motivos contemplados obras de la naturaleza, sean determinadas obras de arte románticas, el efecto subjetivo de su contemplación depende de cierta predisposición del espectador y conduce a la apreciación de lo sublime, la cual depende de ese territorio intermedio entre la sensibilidad y el entendimiento, que es la imaginación. Así, un día soleado es bello, una noche de tormenta es sublime, como sublime puede ser una inundación o una erupción volcánica.
La belleza de las obras de Javier Riera no puede definirse objetivamente, por ejemplo, en función de parámetros clasicistas como el equilibrio y la armonía. Su apreciación estética, es decir, el placer que produce su contemplación, depende del grado de sintonía que la sensibilidad o el gusto del espectador sea capaz de establecer con ella, y pertenece a esa categoría de obras de arte cuyas características encajan con el concepto de lo sublime. La relación que siempre se ha establecido entre su pintura y el paisaje romántico, concuerda con las referencias visuales de su niñez asturiana, las grandes montañas, la densa vegetación, las nubes y el mar.
Edmund Burke, con su distinción entre lo bello y lo sublime, considerando este último concepto como el más alto grado de expresión romántica y definiéndolo como “un placentero horror” por lo grande, lo infinito, lo desconocido y lo oscuro, nos aporta otra clave de la naturaleza del arte de Riera, cuyas obras, especialmente las de gran formato, provocan ese mismo miedo, inquietud o sugerente terror que se atribuye al paisaje romántico de naturaleza desmesurada.
Wordsworth, en una de sus Baladas Líricas, se refiere a las características de ese paisaje: “La sonora catarata me atormentaba como una pasión. La elevada roca, la montaña y el bosque profundo y tenebroso, sus colores y sus formas, eran entonces para mi, un manjar, una emoción y un amor”. Paradigmas del paisaje romántico son, por ejemplo,  El Bardo, de John Martin, con sus contraluces, sus riscos y su río de aguas agitadas, y Escena del Manfredo de Byron, de Thomas Cole. También lo son Los acantilados de Rügen, Dos hombres contemplando la luna, y El gran cercado próximo a Dresde de Caspar David Friedrich. Y estas obras me llevan de nuevo a Riera y a su pintura, porque sus cuadros me producen el mismo estremecimiento, la misma inquietud, la misma sensación de grandeza y de misterio, el mismo vértigo cósmico; pero todo ello en estado puro, sin riscos ni precipicios, sin castillos ni cataratas, sin claros de luna ni campos inundados. Lo mismo ocurre con ciertos paisajes de Gainsborough, con muchos de Turner y con no pocos de los estudios de nubes de Constable.
No se trata aquí de fundamentar la comprensión global de la obra de Riera sobre un paralelismo con el paisaje romántico, sino de caracterizar una de las infinitas visiones y de los posibles análisis que su obra admite. La pintura de Riera es profundamente anticlásica y, siendo más abstracta al principio y con una cierta referencialidad en los últimos años, organizada formalmente a partir de una serie de manchas, tonos, colores y líneas, expresa una compleja carga de significados fundamentados en la relativa referencia que algunos elementos hacen a la naturaleza.
El concepto de lo sublime es, pues, el punto en el que se cruzan el paisaje romántico y la obra de Javier Riera. Aunque algunos críticos han querido liberar al pintor de este concepto, por considerarlo retórico y grandilocuente, no hay que olvidar que lo sublime vuelve a aparecer en lo que es la otra referencia fundamental de la pintura de Riera, el Expresionismo Abstracto Americano. Me refiero, naturalmente, a las múltiples alusiones a lo sublime hechas por Marc Rothko y Adolph Gottlieb respecto al significado de sus obras y, cómo no, al famoso artículo publicado por Barnett Newman en 1948, “Lo sublime está aquí”, en el que, desde su punto de vista americano, sintiéndose libre del peso de la vieja cultura europea, reclama para la pintura de su grupo la categoría de sublime, de una manera autónoma, al margen de referencias al pasado: “No necesitamos los anticuados apoyos de una leyenda desfasada y vieja. Estamos creando imágenes cuya realidad es evidente por sí misma, sin sostenes ni muletas que evoquen asociaciones con viejas imágenes, tanto sublimes como bellas. Nos estamos liberando de los impedimentos de la memoria, de la asociación, de la nostalgia, de la leyenda, del mito...”
Aunque la afirmación de Newman, muy propia de la refractaria actitud norteamericana frente la Historia, tiene, en este caso, un sentido radical y positivo, el significado profundo de la pintura de Javier Riera, que no es americana sino europea, sí soporta y asume el peso de la vieja cultura, de lo clásico y de lo romántico, y en ningún momento ha intentado liberarse de la memoria ni de la nostalgia, ni ha tratado de ocultar las asociaciones con la leyenda y con el mito. Por otra parte, no podemos olvidar, ni los precedentes surrealistas del romanticismo temprano, patentes en las obras de Blake y de Füssli, ni los orígenes surrealistas de la abstracción americana, territorios en cuyas proximidades la obra de Riera se manifiesta con toda su originalidad formal, con su ambigüedad iconográfica y con su profunda e inagotable carga iconológica.
Así pues, la pintura de Riera posee la condición de sublime en sí misma, como quería Newman, pero, al ser una obra preñada de cultura y de memoria, tiene la doble capacidad de ser vista como sólo pintura, o bajo una visión dual basada en una cierta ambivalencia, que entiendo que es la que la obra reclama, especialmente desde principios de 1999. Ciertamente, hasta la exposición de diciembre de 1998 en la Galería Arco Romano de Medinaceli, la pintura de Riera podía identificarse con la abstracción total, pero en aquella muestra había, al menos, un cuadro, Nubes, cuya ligera referencialidad anunciaba un giro que se hizo manifiesto en la exposición de Marzo del 2000, en la Galería May Moré. Es a partir de este momento cuando esta pintura se vuelve claramente dual, sustituyendo el fondo del lienzo limpio, neutro o negro, por alusiones figurativas paisajísticas, más o menos ambiguas (montañas, nubes, mares de plomo o de aceite denso), conservando el supuesto cristal por el que mirar ese mundo, como soporte de lo que venía siendo su pintura anterior. (Aún recuerdo el interés que mostró el pintor ante una referencia que hice al pasaje del segundo de Los tres libros de la pintura de Leon Battista Alberti, precisamente aquél que hacía referencia al velo, equivalente al aludido cristal).
De los primeros fondos, con alusiones atmosféricas y marítimas, pronto pasará a los motivos terrestres, árboles, rocas, formaciones arborescentes, al principio respetando su lugar como fondos pero con tendencia a aproximarse al espectador, llegando, a veces, a tocar el imaginario cristal, como ya se percibe en ciertas obras de la exposición de la Sala Robayera (Miengo, Cantabria), en Julio de 2002.
En el poco tiempo que ha pasado desde entonces, la obra de Riera ha experimentado un proceso de notable aligeramiento plástico y cromático. En la actual muestra de la Galería Paloma Pintos, en Santiago de Compostela, las obras de pequeño formato son las que conservan, en mayor grado, la distinción entre el fondo con sugerencia paisajística y el plano próximo para la mancha informalista, no faltando ejemplos en los que se aprecia la tendencia al protagonismo de las formaciones arborescentes. Esa misma posición intermedia sería la del cuadro de formato medio, en el que, sobre un fondo con troncos de árboles, grandes ramificaciones blancas han ocupado una parte notable del lienzo, mientras que la cita informalista ha quedado convertida en una ligera, transparente y rosada nube.
En el resto de los cuadros de formato medio, de tonalidad predominantemente oscura, es donde tiene lugar el cambio más notable en la concepción general de la obra, consistente en lo que podríamos considerar la eliminación del fondo o, mejor dicho, la sustitución del fondo figurativo por un fondo negro que puede entenderse como la noche, como la nada o, sencillamente, como el lienzo pintado de negro.
Esta transformación de la estructura del cuadro, no significa una vuelta a los planteamientos anteriores a 1999, pues la mancha informalista ha reducido su tamaño o ha perdido prestancia, aligerándose hasta convertirse en una sutil veladura. Al mismo tiempo, las formaciones arborescentes que venían formando parte de los fondos de paisaje, funcionando como enredaderas de un lugar sombrío, no sólo cobran protagonismo sino que, desde el primitivo esquema ramificado o en forma de cascada, han conquistado una mayor independencia, al liberarse, casi por completo, de las veladuras que las relegaban a un plano más profundo, al tiempo que han diversificado su estructura en dos direcciones muy distintas. La primera, deshila el unitario haz y separa e independiza cada una de las líneas, las cuales pierden su vegetal apariencia y revelan su naturaleza pictórica, actuando más como ligera cadena o como hilo de red, cuando forman parte de una trama, como línea de fuerza dinamizadora del conjunto, o como rayo de luz o relámpago que introduce un factor de dramatismo en la composición. La segunda derivación de los racimos arborescentes, al contrario que la anterior, tiende a agruparlos hasta formar masas compactas, de variable densidad y de una incierta corporeidad. En el caso del cuadro de mayor formato, el protagonismo de esas sutiles cadenas, bien agrupadas en masas compactas, bien divididas en hebras separadas, es total, afirmando su autonomía tornando cárdeno, en algunas zonas, su primitivo color marfileño.
Pero todo este edificio formal, volviendo de nuevo al campo de los significados y, por tanto, al campo de lo sublime, debemos preguntarnos qué estados de ánimo sugiere, qué sentimientos provoca. Sin duda alguna, estaríamos en una posición intermedia entre la naturaleza concreta del paisaje romántico y la abstracción total del informalismo, pero con unos resultados de placer estético nada dispares. Aquí no hay montañas pero a veces se sugiere su silueta, no hay noche de luna pero todo el cuadro está sumergido en la oscuridad de la noche mientras aquí y allá asoman brillos plateados, no hay precipicios pero se adivina el abismo, no hay rastro de monstruos pero sospechamos que un ojo nos mira y es posible que, sin saberlo, estemos viendo nosotros al fantasma del miedo.
Javier Riera no ha salido de su mundo pero ha transformado su mundo, ha creado mundos nuevos en los que su pincel parece buscar la reflexión y el reposo, en un silencio siempre a punto de quebrarse por el bramido de alguna bestia salida de una pesadilla de Füssli, o por el estruendo de una tormenta de pintura.

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