CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 20 de octubre de 2011

Carlos León. NOCHE EN LA ARCADIA

Noche en la Arcadia
Carlos León
29 de enero de 2003
Exposición itinerante por Castilla y León


            Carlos León ha vuelto a Castilla, a la Segovia de su niñez, tal vez porque está en esa edad en la que aún no se hace balance pero se reflexiona sobre el camino andado, sobre las clases de caminos y sobre la propia razón del caminar. Su estudio está en medio del paisaje y mira al Guadarrama por una inmensa cristalera que, con su gran cuadrícula, ordena los campos donde pace el ganado, fija el duro perfil de los montes y gobierna el voluble caos de las nubes.
            Como tantos pintores que maduraron en los ochenta, León ha bebido en las fuentes del último Monet, ha contemplado al viejo Matisse en su terapéutico sillón y, sobre todo, ha venerado a aquellos hombres duros, solitarios y autodestructivos que fueron los expresionistas abstractos americanos.
            A partir de su viaje a Nueva York y su relación con Clement Greenberg, su obra evoluciona por dos grandes vías: la pintura de acción y la de campos de color. Esta dualidad expresada por los dos extremos de una misma tendencia, ilustra, de algún modo, dos formas de enfrentarse con la naturaleza y con la vida, dos maneras de ser -vir activus y vir contemplativus- que conforman una personalidad rica, compleja y única. Así lo expresan, a lo largo de su fecunda trayectoria, las distintas opciones y periodos que van desde un expresionismo agitado y violento, figurativo o abstracto, hasta la grandiosidad expansiva de las grandes superficies lisas.
            Tras la muerte de Jackson Pollock, Cy Twombly había recogido el testigo del accionismo, pero tras el suicidio de Mark Rothko, buena parte del futuro estaba escrita en la diafanidad de las bandas de Barnett Newman, aún imagen de lo sublime. El enfriamiento de la pintura comenzó cuando Ad Reinhard instauró el descrédito de lo dramático y de lo visceral, y liberó a la pintura de sus neurosis, de sus lastres surreales y de la trascendencia del significado en las que Adolph Gottlieb tanto había creído. Así quedó abierto el camino que, a través de la abstracción postpictórica, llegará hasta las mismas fronteras del minimal.
            Carlos León no fue ajeno a la consumación de este proceso, pero sus superficies lisas tenían el contrapunto trágico de su negrura, porque arrastraban toda una herencia genéricamente española que venía desde Goya y pasaba por El Paso. Así, sus bandas, densas y jugosas, nunca tuvieron la frialdad ni la ligereza de las telas de Kenneth Noland ni la asepsia de los productos franceses de Supports-Surfaces. Muy al contrario, en medio de los geométricos contornos, la pintura de León mostraba una consistencia orgánica, como queriendo conservar la sensualidad de su humedad primigenia.
            En la línea de esa permanente prevalencia de la pasión sobre la contemplación, hace tiempo que Carlos León cultiva una pintura de referencias vegetales, expresando el espíritu del gestualismo con el acto natural y primitivo de pintar con los dedos. Sus toques de pasta pictórica sugieren hojas pero no son hojas, sus masas de color semejan árboles pero no son árboles. Son formaciones vegetales de especies inciertas, cuyo hábitat natural es el lienzo, híbridos surgidos de la fusión de la savia y la pintura. Son la expresión de lo vegetal, la difusa pero profunda imagen del espíritu del jardín y de la selva, la idea de la masa forestal, la negación de la geometría, el triunfo de Dionisos y de la desmesura barroca, el halago de los sentidos, la derrota de Apolo.
            En los últimos años su estudio se ha poblado de una serie de cuadros oscuros y turbadores que abundan en la idea de frondosidad pero que han renunciado al color y al día. Son cuadros monocromos y densos, nocturnos y misteriosos, obras de contemplación inagotable porque se mueven en la ambigüedad de una abstracción aparente y una figuración sugerida. Es como si una sombra densa hubiera envuelto el bosque, y los tallos y las hojas se hubieran fundido con la huella de cuantas manos han tocado el lienzo y de cuantas sombras han pasado sobre él, como si los recuerdos hubieran aflorado de la trastienda de la memoria para unirse a las ensoñaciones recurrentes y a los fantasmas personales. De la mano de Nicola Cusano, Carlos León ha preferido buscar la verdad en medio de la noche.
            En la madurez se revisa y se hace balance. Los años ayudan a ver el mundo ablandado por las nubes del escepticismo y enseñan que no merece la pena distinguir entre la duda y la evidencia, entre lo vivido y lo soñado. Las cosas pasadas se parecen más unas a otras bajo la igualadora pátina del tiempo. Pero, en medio del relativismo que la mirada distante permite, queda el poso sólido del clasicismo, la permanente referencia al mundo antiguo, no al verosímil que suponen los historiadores ni al literario que viera Poliphilo en su hipnótico viaje, sino al más irreal de las leyendas míticas imaginadas y soñadas.
            Imagino sus inciertos escenarios en las frondosas márgenes de los paisajes clasicistas de Poussin. Allí, los hechos cotidianos iban escribiendo el gran libro de la mitología. Sobre los claros de bosque donde juegan las ninfas, sobre las zarzas en las que se ocultan los sátiros acechantes, sobre la hiedra que cubre las ruinas de los primeros templos, sobre los amenos campos de la Arcadia, Carlos León ha extendido la noche.
            El pintor mira el Guadarrama anochecido a través de su cartesiana cristalera y sueña con los mitos clásicos mientras la magia de sus dedos convierte la pintura en oscuras y agitadas florestas, en negras nubes bajo las que surgen, en medio de las sombras, los cuerpos de los dioses y de los héroes. Es la encarnación de las pasiones humanas, la memoria personal e histórica hundida en el magma gris de la pintura, la imagen del mundo sumergida en el oscuro aljibe donde se guardan las claves de la existencia.
            Es una Arcadia sin Orfeos ni Eurídices, sumida en tinieblas, donde las sombras indecisas sugieren presencias de minotauros enamorados, cíclopes solitarios, silenos ebrios y centauros melancólicos. Por su bosque nocturno y murmurante vagan, erráticos, aquellos pastores que Poussin pintó leyendo, en un sepulcro, la inscripción del epitafio: “Et in Arcadia ego”. Yo también estuve en la Arcadia. En la Arcadia también existe la muerte.
            Pero a las tinieblas de la noche les sucede la claridad del alba y sobre el bosque quemado vuelve a brotar el verdor y la vida. En medio de la noche oscura de algunos cuadros, ha florecido la esperanza. En un claro del bosque, la luz vespertina prolonga la sombra de Safo que, con gesto indolente, busca el placer atemperado por la dulce melancolía de la naturaleza: "La brisa, acariciando las ramas verdes, hace temblar en las hojas pequeñas gotas de agua que caen en la tierra y se sumen como en un sueño profundo".

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