EL UNIVERSO FEMENINO DE DOMINGO OTONES
Domingo Otones
2006
Libro-Catálogo de presentación
Es habitual que, cuando se habla de Rembrandt, se mencione el hecho, excepcional entre los pintores de su tiempo, de no haber realizado el consabido viaje a Italia, valorando este hueco de su biografía como un factor decisivo para que su pintura haya podido ser la que es, original, anticlásica y profundamente pictoricista.
Domingo Otones sí que ha estado en Roma. Allí vio el sol incidiendo sobre las ruinas del foro y recordó las mañanas de Corot. Miró el atardecer mediterráneo y en sus reflejos percibió las riquezas que su fondo esconde como botín de mil naufragios, las estatuas griegas aún pintadas, las sedas orientales y las pedrerías bizantinas engarzadas en dorados metales. Sintió la fuerza de los colores antiguos y se interesó por las corrientes modernas que se basan en la primacía del color y en la sinceridad de la materia.
No es este el ortodoxo camino de un pintor de principios del siglo XXI, ni el camino académico ni el camino de Nueva oul. Ha preferido seguir la solitaria senda del autodidacta, retirado en su estudio-granero de Brieva. Allí, a la orilla del viejo Pirón, Domingo valora la claridad de la luz, mide la intensidad del azul del cielo y sopesa la blancura de la sierra.
Cuando empezó a pintar admiraba sin reservas la pintura de maestros como Francisco Lorenzo Tardón y Ángel Cristóbal Higuera. Estas tempranas preferencias orientaron sus primeros pasos y, tras asimilar otras aportaciones en la línea de la tradición fauve, fue configurándose una manera de hacer propia, que parte de una figuración basada en la fuerza del color, sin dejar de complacerse en la superficie matizada, en la marca de un gesto y en la huella del temblor humano.
En lo que a la forma se refiere, la pintura de Domingo Otones está llena de audaces licencias, de soluciones personales y de felices atajos que hablan de inmediatez y de frescura. El resultado es el de esas obras que llevan encima mucho trabajo y meditación pero que sólo parecen mostrar el aspecto de lo que surge sin esfuerzo aparente, como por efecto de un estado de gracia.
De los maestros y de las tendencias que marcaron sus primeros pasos en la pintura, ha quedado quizás el permanente juego entre la fidelidad a la naturaleza y la autonomía de la pasta pictórica y del color, decantándose por lo que podríamos llamar un posfauvismo muy personal e inconfundible.
Bajo la óptica del color, Otones ha cultivado el paisaje, el bodegón y el retrato, géneros que ha alternado con una estética de raigambre pop que tenía como soporte los depósitos de las motos y los cascos de los pilotos. Esta última actividad le reportó un éxito y una popularidad a los que prefirió no venderse, rechazando sustanciosas ofertas y regresando a la tradición del óleo y del lienzo rectangular.
En este campo blanco y plano de la tela sobre el bastidor, es donde Domingo Otones se siente a gusto, lejos de los efectismos del diseño, de las plantillas y de los aerógrafos, donde la pintura es autónoma y no ilustración, complemento ni adorno de otra cosa.
Uno de los géneros que Domingo Otones sigue cultivando es el paisaje; un paisaje cada ves menos convencional, ya que, en los últimos tiempos ha experimentado una depuración que le ha llevado a prescindir de casi todo menos del perfil del horizonte, un perfil recortado por las cúpulas y las torres de la ciudad representada. El resto de la superficie se convierte en un campo en el que ir dejando huellas informalistas, pulsiones internas que cobran apariencia, gestos incontrolados, palabras de color. Se diría que el perfil visible de la ciudad alude a la imagen externa que la identifica, y que el resto expresa los secretos que esconde en su subsuelo, que no son sino huellas de las acciones y de las pasiones humanas, no muy diferentes de las que cada cual, incluido el artista, alberga en el submundo de su memoria.
Paro el tema que en los últimos años se ha convertido en protagonista indiscutible de la pintura de Domingo Otones es la figura femenina, la mujer. Estas mujeres no representan a ninguna mujer concreta sino que son, más bien, arquetipos de distintas formas de ser mujer o de las distintas visiones que el pintor tiene de la mujer. No son diosas del Olimpo ni hadas de los bosques ni ninfas de las fuentes; tampoco parecen heroínas modernas ni modelos publicitarias ni feministas militantes. Son mujeres cuyo aspecto, vestidos y actitudes, no permiten ubicarlas con seguridad en el espacio y en el tiempo. Son mujeres de un lugar y una época inciertos pero definen claramente diversas opciones de lo femenino.
Algunas, con cierto aire de sibilas, parecen encarnar nobles alegorías de ciencias o de virtudes, otras encarnan modelos femeninos tradicionales como la novia, la menina o la dama del abanico. No falta tampoco la mujer contemporánea, nunca convencional y casi siempre con algún elemento exótico que la libera de la cotidianeidad para elevarla a la categoría de símbolo. El grupo con más tradición pictórica es el de las mujeres ociosas que posan en el pleno sentido de la palabra. En coherencia con la utilización de colores vivos, visten amplias batas o quimonos de aire oriental, reposan, indolentes en un sofá tapizado con vistosos arabescos, dormitan, desnudas, sobre un perfumado lecho, o esperan, fumando, en una mesa solitaria, a un caballero pudiente y educado. Yo diría que no son mujeres de la realidad sino que pertenecen al mundo mismo de la pintura, al mundo nocturno de los cabarets y a las antesalas de los prostíbulos de oulouse-Lautrec, al mundo de las candilejas y de las nada confortables toilettes de Degas, tratadas aquí con menos dureza, como si se hubiera elegido el buen momento del descanso.
Estas mismas mujeres de vestir intemporal pero siempre genuinamente femenino y de vivos colores, posan en pareja o conversan en torno a una mesa. Son la imagen optimista de un nuevo mundo que ha de ser femenino o no ha de ser. Son la nueva cara de las fuerzas que rigen el ritmo del universo. Esas fuerzas ya no parten de la pasión oscura, pasivamente provocada, que dio lugar a la Guerra de Troya; esas fuerzas se forjan en el crisol de lo femenino, consciente de la potencialidad de sus nuevos poderes y de la eficacia de los antiguos.
Domingo Otones no se ha quedado en la percepción de lo que Baudelaire percibía como perfume, contoneo y turbador movimiento sino que, anotada su validez y pervivencia, ha abierto sus ojos a la mujer nueva ante la que el pintor, encarnando la representación de su género, muestra su admiración y su perplejidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario