Iván Montero
Limes
2002
Libro-catálogo de presentación
Existen distintos modos de vivir y de pintar, distintas posturas ante las grandes preguntas de la existencia y del arte. Una no demasiado frecuente es la de vivir al límite, arriesgar, andar por el filo de la navaja, caminar por el borde del abismo sin mirar hacia abajo. Iván Montero vive en el límite de la pintura y pinta cada día el contorno de lo provisionalmente posible.
De muchas formas se puede señalar, marcar, limitar. Muros, murallas, fronteras; marcas, líneas, trazos; límites de lo posible y lo imposible. Hay contornos netos, líneas claras, cortes limpios, y hay también lindes dudosas, orillas cenagosas, aristas romas y rostros en la niebla.
La línea que separa el día de la noche es tenue, borrosa, como la que separa la vigilia del sueño. El crepúsculo y la aurora son espacios de duda, momentos de luz y sombras que pueden descubrir el cuerpo blanco de una mujer dormida u ocultar una ciudad con sus torres y sus murallas.
En un torreón de las murallas de Segovia, vive un pintor aliado de la noche, un pintor-límite, amante de los espacios de nadie, rondador de almenas y de vientos, residente habitual de líneas divisorias, oteador nocturno en busca del prodigio.
La muralla separa la seguridad del riesgo, la conformidad de la rebeldía, la cómoda y frívola verdad de la duda honesta y fecunda. La muralla encierra las pequeñas y mezquinas certezas, las cosas claras y distintas, el orden egoísta y tranquilizador, la avarienta seguridad de las cosas sabidas. El cinturón de la ciudad ciñe un manojo de miserias y esconde toda suerte de cinturones.
Fuera está la incertidumbre prometedora, la eterna duda, la incierta promesa, la continua búsqueda, la vana esperanza. El exterior está habitado por dudosas sombras, inquietantes fantasmas y fieras acechantes. El pintor, desde su atalaya, observa la noche y escucha sus sonidos.
El artista sabe que a lo desconocido sólo se llega por caminos desconocidos. No se trata de ser original sino de descubrir cosas nuevas para poder comunicarlas. Hablar con palabras nuevas. En las horas siguientes al crepúsculo, el hombre, el pintor fronterizo, busca caminos en la oscuridad, observa la espesura del bosque y escucha los pulsos del vientre de la tierra.
Iván Montero, el hombre, el pintor, el vigía, otea la lejanía e imagina un horizonte sin certezas. Busca los límites del espacio y presiona sobre las líneas que intentan delimitar su territorio, abre brechas por las que poder alcanzar el conocimiento de los secretos de la noche.
Camina sobre los lomos de la noche, ajeno al vértigo y a la nostalgia. Su estela dibuja sobre la ciudad una línea magenta como una tortuosa eclíptica. Como un nuevo y solitario barón rampante de torres y troneras, como un funánbulo sin público, hace equilibrios sobre el filo de la noche y, con sus pies desnudos, aplasta las larvas y los moluscos nocturnos, los recuerdos amargos y los oscuros presagios.
Cada noche, como un planeta errático, recorre las líneas invisibles del tiempo y, entre los momentos dominados por los secretos cálidos y las bocas húmedas, va prendiendo en ellas pequeños exvotos: papeles empastados de colores a medio mezclar, cantos rodados con forma de corazón, insectos de metálicos hélitros, dentaduras y tazas de té, que son como una sincopada y violenta historia de la evolución.
Iván Montero vive en el limes de la pintura. Cada día se sorprende de la prodigiosa existencia de las pequeñas cosas sin nombre que, como él, viven encaramadas a los muros, expuestas al rigor de las sombras y al azote de los vientos. Musgos y líquenes, pequeños insectos, diminutas plantas con extrañas flores, matices de color en la epidermis de las piedras. Él aspira sus aromas, respira los vapores de la trementina, su cabeza se llena de nubes viajeras y esencias volátiles, y sus ojos congelan la luz y cristalizan los sueños en formas y colores.
Cierra los ojos y ve paisajes con desiertos infinitos, caravanas de beduinos fragmentadas en trémulas bandas horizontales, por los efectos del calor. Bajo la sombra de ceremoniosas palmeras, imagina lienzos amarillos y sienas con presencias azules y rastros caídos de la memoria. El pintor habla con los hombres azules y una mujer con ceniza en el pelo le entrega un papel mientras sostiene una rosa en la mano.
El pintor ha de pintar la vida, su propia vida. Iván Montero vive como pinta y pinta lo que vive. Sólo trata de hablar sin utilizar palabras gastadas, expresar lo que le ocurre y lo que siente, bueno o malo, pero también lo que busca y lo que desea. Trata de crear un mundo nuevo y habitable, un buen lugar para vivir. Vivir y conversar, estar con la gente, pasar despierto por la vida y ver la vida pasar.
La pintura de Iván Montero tiene su origen en la visión de la naturaleza, evolucionando desde la percepción poética del paisaje hasta la interiorización del mismo convertida en emoción y sentimiento. Entonces, la idea quintaesenciada del paisaje, convertida ya en pintura, se hace forma y se comunica por medio de un lenguaje expresionista y abstracto que parece rechazar toda norma, toda cautela, toda orientación susceptible de portar una etiqueta.
A Iván Montero le interesa la dinámica de fluidos, el fluir del río de Heráclito, el fluir imparable de las ideas, el eterno y cambiante fluir de la pintura. Hasta tal punto rechaza lo estático, lo que no es búsqueda, que a veces, viendo sus propias obras, siente la sensación de encontrarse ante algo desconocido.
Pintura brava y visceral, dominada por grandes manchas de color aplicado con extrema franqueza, a menudo es sometida a la llevadera disciplina de una sutil trama de líneas que apenas sujeta la tormentosa fuerza de los fondos. Es precisamente la presencia de esas líneas y su oblicua disposición, lo que permite la aparición de planos transparentes y una ambigua oulousedad que, de algún modo, convierte al cuadro en fondo de sí mismo.
Otras veces, como si quisiera dar la vuelta al velo de Alberti y formular al mismo tiempo una teoría pictórica contraria, superpone planos rectangulares como ventanas traslúcidas a través de las cuales se puede adivinar la pintura. Pintura cuyos lejanos ancestros, para los temas vegetales, habría que ir a buscarlos al jardín de Giverny, y para los campos de color, bastaría con sintonizar la tertulia radiofónica neoyorkina, que en 1950 se transmitía desde el Studio 35, y escuchar las lúcidas palabras de Willem de Kooning.
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