CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 20 de octubre de 2011

Carlos Costa. COSTA DEL ADRIÁTICO

Carlos Costa. COSTA DEL ADRIÁTICO
5 de Mayo, 2000
Galería Utopía Parkway
Madrid

            Desde la puerta de la Scuola de San Rocco, Carlos Costa escucha el leve choque de las aguas en su lenta tarea de destrucción y siente en su pecho la presión de la caducidad. Imagina la laguna vacía, como la pintó Fabrizio Clerici y en su fondo descubre los colores de mil naufragios orientales. Piensa en atletas de mármol y en Venus dormidas bajo túnicas púrpura, y siente de nuevo la violenta agitación de azules y carmines que aún persisten en su retina.
            Al anochecer ha de emprender viaje hacia el Norte y camina, junto al Canal della Frescada, hacia la Stazione de Santa Lucía. Atrás queda el perezoso regalo de las tardes calurosas e indolentes. A lo largo del viaje y de la noche el pintor sueña con praderas de Giorgione y, tras la ventanilla, de costa a costa, se dibujan mil paisajes que van de la luz a la penumbra y del azul a los pardos y los grises. En el primer sueño el pintor se siente como un nuevo Acteón descubriendo la luminosa piel de Diana en el bosque de Ticiano, pero la frialdad de las estaciones va templando el sueño y los sentidos hasta hacerlos reposar en los calculados placeres de la moderación. Cuando despierta sólo puede recordar los últimos instantes de una historia en la que, como un bíblico voyeur, contemplaba sin esperanza la casta palidez de Susana.
En la nueva ciudad camina por las calles rectas, recuerda los escenarios soñados y pronto se encuentra, de nuevo, sumergido en la pintura. Esta vez los cuadros no son grandes ni encendidos, pero él escucha con claridad sus pausados latidos. No busca el espacio justo y riguroso de los interiores de Hooch, ni la evangélica parquedad de las mesas de Claetz, ni el orden cartesiano de los molinos alineados sobre los diques. Busca, más bien, la penumbra de las profundas estancias, las luces difusas de la tarde y la neblina de los amaneceres inciertos.
En su diario traza la trayectoria de su viaje: luz dorada de Bizancio, Mediterráneo de los sentidos, seda roja moirée, mujer desnuda, fuego, brasas, el tren, campos perfectos, raso de Ter Borch gris, un verre d’eau y una nuez, sábanas en el armario, disciplinada tierra, mar sombrío.


            Carlos Costa no se limita a vivir un presente y una realidad. Su tiempo es voluble y su mundo está cargado de realidades pintadas. Si desde su adolescencia se arriesgó por los terrenos de un original postcubismo con derivaciones abstractas, un día el buen Calabacillas y Pablo de Valladolid le hicieron sentir la irresistible llamada del Barroco. Después ha ido interesándose por esa parcela más orgánica de la pintura que Boschini y De Piles defendieron contra el rigor de Bellori. No le importó ser tildado de irreverente o de sacrílego por querer acercarse al secreto de los maestros antiguos desde los presupuestos de finales del siglo XX. No es extraño que algunos no lo comprendan, porque él mismo no sabe a ciencia cierta por qué lo hace. Algo le conduce a romper la pátina del tiempo y abrir esas obras que le obsesionan hasta encontrar la secreta causa de su propia fascinación. Ello le lleva, en un acto de fetichismo pictórico, a la práctica hedonista de pintar para sí mismo.
            Las últimas obras de Carlos Costa, expuestas en la Galería Utopia Parkway, aun pudiendo encajar con la idea del revisionismo postmoderno, deben considerarse como una penúltima propuesta de modernidad, desde el momento en que su modo de proceder parte de un impulso que no atiende a modelo ni referencia alguna. Cuando mira la realidad, hay ciertas pinturas que constituyen la parte de realidad que más le atrae y se deja llevar por la pasión. Pero deja muy claro que es un pintor del presente y que su visión del mundo, pictórico o real, tiene detrás las conquistas de la vanguardia, desde el cubismo que fragmenta y descompone, al informalismo matérico y orgánico que crea valores plásticos y táctiles autónomos.
Así, el soporte deja de ser sólo soporte para convertirse en recurso expresivo a partir de su propia heterogeneidad material (arpillera, tierra, papel y el propio lienzo), fragmentando el plano y creando zonas de distinta sensibilidad que, en última instancia, representan también tiempos distintos.
            Costa se expresa a base de calidades, manejando con rigor los materiales, dejando luchar a los líquidos que se atraen y se repelen, aplicando capas, lavando, rascando, creando texturas y transparencias.
Bajo el oro de Bizancio o bajo el gris de Holanda, Costa ha cruzado los corredores del tiempo y ha llegado al limes de la Historia. Ha salido al campo y ha descubierto la compleja grandeza de lo sencillo. Ha hundido sus manos en la tierra para robarle los ocres, los pardos y los sienas, y ha dibujado su propio rostro en la arena. Con un tizón ha hecho trazos en un lienzo convertido en roca y ha visto, con absoluta claridad, que los problemas con los que se enfrenta el pintor actual, cuando se pone delante de una superficie, son los mismos que los del hombre cuaternario.
En estos días en los que se respira la sensación de que muchas cosas finalizan, Costa plantea la más radical de las reflexiones y la explica sobre el lienzo en distintos lenguajes. Es una reflexión sobre la gran historia de la pintura: no hay progreso, no es un camino de perfección, no sirve para contar historias, no tiene fin. Carlos Costa ha viajado alrededor de la pintura y el final se ha convertido en principio.

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