CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

jueves, 20 de octubre de 2011

Amadeo Olmos. CARTA ACRÓSTICA

Carta acróstica
Amadeo Olmos
2 de Octubre, 2000
Sala de Exposiciones del BBVA.
Valladolid

Me rodean las cosas, me vigilan en el momento en que te escribo. Es precisamente sobre ellas, sobre las cosas con edad y nombre, de lo que quiero hablarte esta mañana. Todo lo que ves cada momento está fuera de ti. Ya lo sabías. La idea que tienes de ti misma, lo que guardas en lo más oculto de tu pensamiento, también lo has aprendido. Antes, no sabías nada. Toda tu vida no es más que la memoria de las cosas que has visto hasta este punto. Este instante que avanza al ritmo con que los ojos recorren estas letras, ya no es más que un recuerdo asociado a un papel y a los cuadros que ves en la pared.

A veces, las personas que te miran, te hablan con alguna excusa, tratan de agradarte. Pero las cosas inertes, los objetos, no cambian su expresión cuando tú pasas. Es difícil saber cuándo están tristes porque rara vez lo expresa su semblante. No me refiero a los objetos grandes, obeliscos, doradas cúpulas o blancos mausoleos orientales. Son las cosas pequeñas las que digo, las que rozamos cotidianamente y están sobre el mantel o en la alacena. Ayer, frente al azucarero, dudabas si el gesto de su rostro vítreo se mostraba ensimismado o taciturno, si su silencio era dulce y melancólico, o amargo como el presagio de la muerte.

Roban nuestra memoria, cada día, los objetos cercanos. No es posible la soledad. Escuchan mi respiración y tus latidos. Sin embargo, no puedo asegurar si lo que digo es totalmente cierto o si somos nosotros los que vemos nuestra historia reflejada en ellos, como nos reflejamos en el pomo convexo de la puerta, grotescos como en los espejos de una feria. Pero esta duda no me quita el sueño, ya que dudo también de si existimos, de si es sueño la vigilia y ésta sueño.

Insensibles al chantaje de las cosas, algunos hombres lúcidos consiguen dominar sin violencia a esos ladrones de momentos que apresan los recuerdos en sus tarros herméticos, que conservan en botellas los rencores y ahogan en vasos de agua las promesas. Su bruñida superficie, a veces, captura tu rostro en un reflejo, sin que sepas jamás qué mínima fracción consigue atesorar de tu persona.

Bueno, ya sabes, Amadeo es uno de esos hombres, de esos hombres lúcidos, cabales. Él conoce los objetos, su forma, su estructura. Puede ver las líneas de su origen, pondera su peso, estima su dureza. Sabe de qué materias están hechos, que sólo son metal, vidrio, porcelana, que un día decidieron ser lata de té, un vaso o una tacita huérfana. El pintor sabe bien que, bajo la cara visible de las cosas, tras su mudable apariencia, se esconde la memoria de los hombres y mujeres que han amado y han sufrido.

Él sabe reconocer los parentescos y amistades que guardan los objetos que conviven juntos. Así, en una mesa, ante una copa, uvas, un almirez, un dulce, un recipiente y olivas en su justo número, como si un acróstico escribiera, con fragmentos de partes hace un todo y pinta la palabra “cuadro”. Y de un plato, intimidad, una naranja, un tarro, Urbino en el recuerdo y armonía, con la misma claridad, escribe “pintura”, mas sin usar caligrafía alguna. Contra el caos de la naturaleza, propone el orden áureo del rectángulo. Tú lo has visto interrogar a cada cosa como quien trata de escuchar los pulsos del cosmos resonando en su núcleo.

Lo que Amadeo trata de captar no es la apariencia fugaz de los objetos, busca el lugar donde se esconde su corazón oscuro y, mansamente, los somete a su dominio y consuma una venganza dulce. A nosotros nos devuelve la memoria, segura, en un estuche de cristal. A los vasos, las jarras, los limones, búcaros, tarros y manzanas, los libera del dolor de convivir con olvidos, silencios y traiciones. Amadeo pinta nuestra historia, la memoria de lo dulce y lo terrible. Tu aliento despierta los pigmentos, tensa el lino, humedece los pinceles, da vida al objeto y a su imagen, testigos de mi palabra y tu silencio.

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