Pedro Canabal. SPEAK
8 de enero de 1999
La Alhóndiga. Segovia
El viaje del pintor moderno es inverso al de Polifilo. No es hipnótico sino real y su destino está en el extremo opuesto al clasicismo. Pedro Canabal huye de los capiteles para purificarse con el aire del desierto y ve cómo el viento de los oasis agita su papel de dibujo hasta hacer surgir la suprema ondulación del cuerpo femenino. Se asoma a las puertas de las mezquitas pero vuelve sus pasos hacia el bosque donde los árboles aún no se han convertido en columnas. Va en busca de la primera palabra y del primer signo. Desciende a la selva y sigue la senda de los pasos perdidos del hombre, come la tribu de los Chimanes, fuma las hierbas del brujo y se pone una máscara de Paladino. Duerme bajo las estrellas del altiplano y ve salir el sol en Tiahuanco. Viaja en metro con Basquiat y merodea por el Soho los domingos por la mañana.
Es joven y lleva en su mano la fuerza y el exceso de sus pocos años. Así ha de ser. Dubuffet estaría encantado con alguien tan poco sospechoso de la sospechosa perfección. Ahora es el momento del grito y de la voltereta, de abrir de par en par los ojos delante del espejo, de tirar la caja de pinceles de marta y agarrar la espátula como un machete. El tiempo dirá si le pudo vencer la templanza o si aún hubo de cortar amarras una y otra vez.
Pedro Canabal sabe que la pintura y la palabra son pulsiones que ni el tiempo explica ni la razón entiende; como la vida y los zapatos de tacón, como las primeras cosas nuevas de cada momento. Pero él siente la emoción de la pintura, de la palabra y de la vida; y la presión del zapato de tacón.
El voyeur se deleita viendo la inflexiones de los labios pintados cuando hablan en francés. Cuando los labios pintados dicen je t'aime, se ondulan, se adelantan y se pliegan en las comisuras. Él quisiera representar su templada humedad pero pinta un barco, dos peces, dos amantes, dos larvas devoradoras. Amar, hablar, pintar, comunicarse a base de emociones, compartir las cosas bellas y terribles.
Él siente en su oído el aliento de la mujer del paraguas y aún cree que es la vieja musa de Courbet que le dicta. Pronto sabrá que jamás hubo musa alguna y que el camino del pintor está escrito en las manchas de la pared, en las grietas del suelo y en las últimas obras de De Kooning.
Hombres vestidos de oscuro le preguntan si sus señales son escritura pintada o pintura escrita. Él no sabe cómo explicar que tampoco recuerda todos los rostros, que ve varios canales al mismo tiempo, que las letras florecen en las puertas de los retretes y que el tiempo vuelve borrosos los recuerdos.
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