Crítica de arte
A y Z
Alfredo Aguilera y Harald
Zimmer. Pintura, dibujo y cerámica. Casa de los Picos. Hasta el 1 de diciembre.
Jesús
Mazariegos
Alfredo Aguilera (Ciudad Real, 1948) y Harald Zimmer
(Sevilla, 1944) son como los extremos antagónicos de la sensibilidad que se
encuentran en la Casa de los Picos treinta años después de que el azar hiciera
coincidir sus trayectorias en la universidad de Braunschweig (Alemania). Ellos
son como la A y la Z. La A es el esquema mismo de la composición clásica, equilibrada y
estable como una pirámide. La Z es el
zigzag, la línea quebrada, los dientes de la sierra, la imagen del rayo.
Harald, que servía de intérprete a Alfredo, tenía un
acento andaluz que daba otro aire formal al lenguaje e incluso parecía afectar
al contenido y dejarlo con menos Hegel y más Lorca, con menos weltanchaung y más vitalismo
mediterráneo. Y es que Harald Zimmer era, y sigue siendo, sevillano. La amistad
con Alfredo servirá a Harald para regresar a sus orígenes y conocer en Madrid a
Rafael Baixeras y a Mon Montoya, fundadas razones para encontrarse de nuevo en
Segovia y colgar sus distintos temperamentos materializados en sus obras.
La obra de Aguilera aspira a
ordenar el caos de la naturaleza con una paciencia alfarera. Por eso gusta
sintetizar las formas asegurándolas en el plano y en la precisión de los
contornos. Sus figuras y sus motivos vegetales son ajenos a cualquier tradición
concreta pero poseen la sabiduría de las antiguas civilizaciones. Los diseños
de Alfredo Aguilera, en pintura o en cerámica, animan la ingenuidad de lo
primitivo con la intelectualización de la visión cubista. Sus signos
corporizados en estelas o en ídolos laicos, sus personajes, anónimos y
solitarios pero fieramente humanos, pertenecen a la tradición de lo nuevo. El
suyo es un arte vivible, la obra de arte como amuleto cuyo poder radica
únicamente en el efecto benéfico de su forma, arte capaz de reconciliar al
hombre consigo mismo y con el mundo.
Las piezas de cerámica de esta exposición
parten de diseños de Alfredo Aguilera y han sido modeladas y esmaltadas por la
mano mágica de María de Andrés, que ha despertado al barro para hacerlo reflejo
colorista, metálico a veces; espejo incierto y fragmentario donde la realidad
se integra en sus geométricos ídolos y los reviste de la cambiante sucesión de
los momentos. María endurece el barro y, sobre su gravedad primitiva, levanta
un presente vivo de invitaciones a gozar de los objetos y de la vida.
Harald Zimmer es un hombre con dos mundos en la
cabeza, con dos sensibilidades cuyo antagonismo se relativiza desde el momento
en el que se miran de cerca. Este hermano germano y sevillano, formal pero
informalista, exhibe un expresionismo visceral, áspero y directo, sin
concesiones al decoro. Sus formatos irregulares y su pulsión bárbara reflejan
una búsqueda en lo más hondo y más irracional del hombre, expresado en imágenes
que son como las huellas de los sentimientos más primitivos, como heridas
interiores liberadas y vertidas sobre la fragilidad del soporte. Harald Zimmer
ha provocado voluntariamente el sueño de la razón y ha convocado a los
monstruos de la noche para hacerlos visibles y plantarles cara. La náusea
existencialista se confunde con el desgarrado grito de la soleá. En su paleta se funde la raíz común del expresionismo
hispano-germánico, expresada en un lenguaje que, aunque hunde sus raíces en el Kreuzberg berlinés, posee toda la furia de la veta
brava.
Exposición
doble, antagónica y complementaria. Excita y relaja. Distrae y plantea
problemas. Atrae. Interesa. Convence.
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