Colectiva en Galería Lumbreras, Bilbao
Eloísa Sanz, Patricia Azcárate, Sofía Madrigal, Isabel Rubio, Mon Montoya, Antonio Madrigal, Carlos de Paz
Verano, 2008
Desde Segovia a Bilbao
¡Todo a estribor!
Segovia tiene su origen prehistórico en la atalaya sobre la que hoy reposa su Alcázar, una roca caliza afilada como la proa de un barco, pulida durante milenios por los ríos Eresma y Clamores cuando los ríos aún no tenían nombre. Desde el pie norte del Guadarrama, Segovia mira al mar terrestre de Castilla y ve en primer término la franja de una imaginaria plataforma litoral de color verde oscuro, como si fueran aguas poco profundas donde abundaran las algas. Es la Tierra de Pinares, el mar de pinos. Tras ella se abren los campos de cereales que, mecidos por el viento, emulan el movimiento líquido de las olas.
Mares, campos y montañas, han sido durante siglos motivos para los pintores. La pétrea nave segoviana está tripulada por una marinería de tierra adentro, siete artistas de diversos orígenes geográficos, de distinta edad y con estilos diferentes, están unidos por residir en la misma ciudad y por toda una madeja formada por los hilos de la amistad, del amor o de la sangre, por los hilos del trabajo y de la militancia en lo que hasta hace unos años llamábamos vanguardia y ahora no sabemos muy bien cómo llamarlo porque no sabemos muy bien en qué consiste. Son una tripulación reclutada para este viaje, artistas sin patria decidida, hombres y mujeres sin otra doctrina que el desprecio por las doctrinas, sin otra bandera que la indiferencia por las banderas.
El espíritu de la serie de exposiciones con marca geográfica que promueve la galería Juan Manuel Lumbreras es, creo yo, una afirmación de la unidad en la diversidad, de que todos somos iguales y diferentes, una demostración de que el lugar de nacimiento y de residencia de los artistas y de cualquier persona, en una sociedad libre, es algo completamente indiferente para el resultado de su obra y, quien dice de su obra, dice de su pensamiento y de su idiosincrasia, que en lo general es la del ser humano habitante del planeta Tierra y, en lo particular, es la manera de ser de cada cual. El arte siempre ha sido, y en esta ocasión lo es de una manera especial, un alegato contra las fronteras, contra las doctrinas, contra los carnés de identidad y contra los ADNs.
Así pues, estamos ante siete pintores que ocasionalmente forman grupo pero, estéticamente, tienen muy poco en común, incluso los que hace años que forman pareja o los que han crecido juntos. De modo que ni identidad castellana, ni inconsciente colectivo, ni pasado ancestral común, ni tradiciones familiares. Y, por supuesto, sin un estilo común.
La existencia de los estilos artísticos siempre fue una realidad difícil de explicar en sus porqués, hasta el extremo de que hace decir a Arnold Hauser que el hecho de que los artistas de una época concreta pinten de una determinada manera es una de las antinomias más peliagudas de la Historia del arte. Heinrich Wölfflin lo explicaba mediante la existencia de lo que él llamaba 'manera de ver', equiparable al estilo, una categoría hegeliana superior y anterior a los artistas y a las obras de arte, que parece influir mágicamente sobre éstas y aquéllos. Aunque Hauser se encarga de dejar claro que el estilo es posterior a las obras y a los artistas, una vez rechazado el socorrido asidero wolffliniano y reconociendo que no todo es sociológicamente explicable en arte, se pregunta qué factores o qué fuerzas hacen caminar a los artistas en una misma dirección hasta el punto de coincidir en los planteamientos formales.
Si consideramos que Hauser escribe estas cosas a finales de la década de los sesenta del siglo XX, época en la que no se hablaba de globalización y cuando Internet aún estaba en la mente divina, no deja de ser paradójico que en la actualidad siete pintores que viven en una ciudad de cincuenta mil habitantes, cada uno pinte como Dios le da a entender y que sus diferencias entre sí puedan ser mayores que las que cualquiera de ellos tenga con un pintor, digamos, neozelandés.
No obstante, hay ocasiones, en las que es fácil percibir la influencia, no de un determinado lugar, sino de un determinado maestro. Así, en el curso de paisaje que cada verano tiene lugar en Segovia, en el que participan alumnos avanzados de todas las facultades de Bellas Artes de España, a la vista de las obras resultantes es muy fácil saber quién viene de Bilbao si ha sido alumno de Jesús Mari Lazcano, o de Salamanca si lo ha sido de Rafael Sánchez Carralero, cuestión ésta que puede interpretarse de muy diversos modos.
Lo cierto es que hoy, como puede verse en esta exposición, el arte es cosmopolita y abierto, lo que no quiere decir que sea un lenguaje universal que todo el mundo entiende. Más bien ocurre lo contrario, de modo que un bilbaíno de base tendrá los mismos problemas para sintonizar con las obras de esta exposición que si los artistas fueran de Bilbao, de San Sebastián o de Sydney (Australia).
Lo que a nivel general se llama globalización y a nivel artístico posmodernidad (repitiendo el prefijo 'pos' las veces que sea preciso) van de la mano, aunque sin saber muy bien a dónde, cargando con un bagaje totalmente heterogéneo y sin clasificar, un 'totum revolutum' que es causa y consecuencia de la falta de tendencias concretas, ya que las que existen ni siquiera tienen nombre. Por eso hablamos de décadas -los 80, los 90- o echamos mano a referentes próximos como el Expresionismo Abstracto, el Hiperrealismo o el Pop. La naturaleza de lo que se ha dado en llamar posmodernidad, es global y mestiza, al tiempo que soslaya el casticismo y las señas de identidad.
En abril de 1977, es decir, hace más de treinta años, Francisco Rivas, en el catálogo de la exposición 'En la pintura', resumió con dos palabras el nuevo panorama de la libertad, la desideologización y el eclecticismo en el arte: "se pinta". Dos años y medio después, esas dos palabras eran desarrolladas en todo su alcance por Juan Manuel Bonet en el catálogo de la exposición '1980', en un texto que muy pronto cobraría más trascendencia que la propia exposición. Los más mayores del grupo que ahora expone en la Galería Juan Manuel Lumbreras, asistieron a aquel espectáculo desde la barrera. Fue un espectáculo revolucionario porque la letra se adelantaba a los hechos y la crítica a la pintura, pero lo más fructífero fue la polémica que se generó alrededor del famoso escrito. Aquel manifiesto pretendía dotar de andamiaje teórico a lo que fue la versión española, a escala menor, de las operaciones de lanzamiento que tuvieron lugar en Estados Unidos y en Alemania, y de la efectuada en Italia al amparo teórico de Achille Bonito Oliva y que se llamó Transvanguardia. Todo aquello ya ha pasado pero fue algo más que fuegos artificiales. El arte no sólo estaba despolitizado, descomprometido y desnortado sino que se certificaba y se festejaba su carencia de dirección concreta, incluso se hacía de él una teoría cuyos elementos positivos hubieran causado rubor unos años antes. Sirva de ejemplo la falta de compromiso, la preocupación por el mercado o la consagración del eclecticismo.
Aunque la falta de distancia o de perspectiva histórica nos impide ver con claridad el presente, una manera de ayudar a comprender una exposición colectiva es conocer el contexto en el que se han formado los artistas. Los siete que participan en esta exposición, han hecho lo más importante de su carrera con posterioridad a '1980' y algunos estaban entonces aún en la adolescencia. Cuatro son mujeres y tres son hombres, y ninguno de ellos ni de ellas ha nacido en Segovia. No constituyen ningún grupo y jamás han seguido un rumbo común, salvo en este momento. Eloísa Sanz nació en Soria en 1952, Sofía Madrigal nació en Madrid en 1954 y de Madrid es también Patricia Azcárate, nacida en 1959. Isabel Rubio nació en Salamanca en 1966. De los hombres, Antonio Madrigal vino al mundo en Melilla en 1940, Mon Montoya es emeritense nacido en 1947 y Carlos de Paz nació en Valladolid en 1964. Todos ellos residen en Segovia, a donde llegaron hace ya tiempo, en distintos momentos y por muy diferentes razones.
Si algo tienen en común, es su compromiso con la vanguardia, difícil postura una vez certificada la muerte de toda vanguardia existente y admitida la imposibilidad hacer vanguardia nueva en una sociedad que todo lo encaja, lo asume o lo fagocita, incluso en sus ámbitos de poder. No se puede ir contra lo establecido porque lo rompedor y herético se convierte, nada más nacer, en establecido. Su postura, pues, sólo puede consistir en una ética de la renovación y de la continua búsqueda. Decía San Juan de la Cruz que para ir a donde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe. Ese es el perfil del pintor moderno, el pintor sin asideros a los que agarrarse, que camina por el filo de la navaja o por caminos nunca antes transitados. Rafael Baixeras, el pintor de apellido catalán, nacimiento gallego y vida y muerte segovianas, que sin duda estaría en este grupo si no nos hubiera dejado tan pronto, lo explicaba de una manera mucho más gráfica. Decía que la vida del pintor moderno "no ayuda a dormir bien, no elimina los problemas de conciencia, no broncea la piel, no suaviza los pies y no mata los lagartos cotidianos". No olvidemos, además, que sólo se es verdaderamente moderno si uno no está absolutamente convencido de lo que hace. Hay que reservar algún resquicio de duda para no convertir en dogmas los principios por los que se ha apostado.
Si intentáramos ordenar de alguna manera este grupo de artistas, podríamos hacerlo sumariamente, en razón de su alejamiento relativo de la realidad, o más rigurosamente, adscribiéndoles, de forma siempre provisional y relativa, a distintas tendencias, en el caso de encajar claramente en alguna. Aunque a primera vista pueda no parecerlo, la mayoría tiene una obra con algún grado de referencialidad, aunque sea mínima, con la excepción de Patricia Azcárate e Isabel Rubio. Si tratáramos de vincularlos a tendencias, solamente Mon Montoya y Patricia Azcárate tendrían una cierta vinculación con el expresionismo abstracto americano y también Carlos de Paz aunque con una mayor complicación conceptual.
Mon montoya ha evolucionado de una pintura inicial de filiación surrealista, hacia un lenguaje en el que su bestiario inicial acaba convirtiéndose en una serie de signos que han sufrido diversos procesos de reducción y aislamiento, para, en los últimos años, convertirse en una especie de escritura expresada con notables calidades plásticas. En las obras de los últimos meses, parece como si algunos signos hubieran recuperado su antigua apariencia antropomórfica o zoomórfica, aumentando, al mismo tiempo, de tamaño, en una pintura que me parece cada vez más existencial.
La pintura de Patricia Azcárate ha pasado, en los últimos años, de unos colores saturados y una superficie dura y satinada, a una obra con colores al agua, más suaves y una superficie completamente mate. Es el suyo un afán de higiénica renovación, de preferir lo sobrio y lo sencillo, sano ejercicio de soltar lastre, que la ha llevado, en sus últimas exposiciones, a expresarse a través de las esponjas naturales.
Isabel Rubio, la más joven de este cordial grupo, pinta preferentemente sobre poliéster, aboliendo de entrada el carácter plano de la pintura e introduciendo la luz que se filtra por el soporte traslúcido. Sus dibujos, abstractos y delicados, tienen la condición de lo leve y lo ligero, y tienen algo de orientales, pero también pueden verse como algo similar a un lenguaje secreto, a un diario íntimo cifrado.
Carlos de Paz es un pintor radical. Entiéndase esta alusión a la raíz como fidelidad al planteamiento esencial y negación de lo periférico. Dos polos mueven su pintura, los iconos femeninos que marcan el centro energético y mágico del cuadro, y las obviamente masculinas y firmes pinceladas que, entre dominantes y sumisas, toman posiciones en torno a esos cuerpos de mujer que todo lo mueven.
Antonio Madrigal ha evolucionado de una figuración expresionista y angulosa, muy en la línea de los expresionistas nórdicos y alemanes, con una factura realmente violenta, a una pintura cada vez más sensual y menos descriptiva, hasta desarrollar sus actuales paisajes abstraizantes mucho más contenidos de color y cada vez más vaporosos.
A Sofía Madrigal se la reconoce por sus tonos grises y negros, a lo sumo con algún tenue reflejo azul o verdoso. Su pintura, rigurosa y ascética, ha contemplado la especulación cubista, situándose con frecuencia en los límites de lo visible. El tratamiento expresionista de las arquitecturas y de los árboles, una flora de aspecto metálico, las instalaciones industriales y portuarias y las máquinas, son algunos de los registros de esta sobria e inmensa pintora.
Eloísa Sanz siempre estuvo obsesionada por el espacio, pero no por el espacio ilusionista que nos legó el Quattrocento, sino por un espacio de raigambre cubista, al que Eloísa va imponiendo sus leyes, primero violentando el contorno rectangular, haciendo que los objetos se salgan del contorno del marco y, últimamente, dando una vuelta más de tuerca a la máquina cubista, abatiendo los planos del propio soporte, trasladando la especulación espacial desde los dibujos sobre el plano al espacio real en el que se abaten los soportes y se descoyuntan las tapas de una caja. Y aquí, ahora, no puedo silenciar el nombre de Jorge Oteiza.
Vencidos, pues, los límites del arte, de la tierra y del mar, allanadas las montañas y derribadas las fronteras inventadas por los hombres, los tripulantes de la nave de piedra, amigos de la rosa de los vientos, han oído la voz de su capitán: ¡Todo a estribor!, y hacen virar el barco, que desde siempre tuvo la proa hacia el Oeste, poniendo rumbo Norte, rumbo a Bilbao.
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