MAR Y NUBES
La pintura de Marisol Díaz Escaño (Barakaldo, 1964) no necesita teorías ni intermediarios; por eso puede parecer ociosa la labor del crítico pero no quisiera privarme de dar un paseo por sus paisajes y transmitir la subjetiva impresión que me producen.
Si hace unos años, en determinados ámbitos, podrían existir ciertas reticencias frente a la figuración en general y a la pintura de paisaje en particular, hoy, pasada ya la “tontorrona fascinación por la modernidad”, utilizando palabras del crítico Ángel González García, es evidente que no estamos en “hace unos años” sino en el presente, que es el final de la primera década del siglo XXI y, ahora mismo, queramos o no, las vanguardias son algo que pertenece a la Historia. Ellas revolucionaron el arte del siglo XX y llegaron a extremos irrepetibles, tales como el Urinario de Marcel Duchamp, las Cajas de Jabón Brillo de Andy Warhol o la Mierda de artista de Piero Manzoni. El siglo XX creyó tocar el Finisterre de la Historia del Arte y algunos, como Arthur Danto, llegaron a pensar en la muerte del arte y en el fin de la Historia.
Pero la vertiginosa carrera de las vanguardias empezó a frenarse el día en que Jackson Pollock se salió de una curva con su viejo Oldsmovil V-8 en Long Island, en agosto de 1956. Al convertirse en mito, también se mitificó la pintura de la corriente conocida como Expresionismo Abstracto Americano, tal vez la última vanguardia pictórica propiamente dicha que, al ser asimilada por la sociedad, pese a su radicalismo, terminó con la posibilidad de que el artista pueda ser incomprendido, diferente, marginal o contestatario; en una palabra: vanguardista. Así pues, en esa lejana fecha de hace más de medio siglo, comenzó la crisis de las vanguardias y en definitiva, comenzaron a socavarse los cimientos de la modernidad.
Las consecuencias de todo este proceso de liberación del vértigo del pasado siglo, darán lugar al panorama del arte de nuestros días, sin duda más tranquilo que el del periodo de las vanguardias y cuya característica principal es el eclecticismo. Ajenos ya a las pequeñas dictaduras de los estilos y las tendencias, hoy conviven sin problema abstracción y figuración y cada artista se deja guiar únicamente por el más laxo de los criterios que José Manuel Broto definió ya en la década de los 80: “Hoy, se pinta”.
No hay que olvidar, no obstante, que tras la vuelta al arte figurativo, en lo que se ha llamado la Nueva Figuración, ha quedado bien asimilada la experiencia vanguardista y, muy especialmente, la del expresionismo.
Hoy día la pintura más puntera es figurativa y se da la circunstancia de que la propia abstracción ha generado su particular academicismo, frente a una figuración que cada vez parece tener más posibilidades. Por otra parte, con demasiada frecuencia se habla de la pintura como poco menos que una artesanía en desuso o un arte a extinguir, frente al auge de la fotografía, las instalaciones y las nuevas tecnologías en general. Pero no cabe duda de que la pintura está viva y lo estará mientras haya personas que, como Marisol, se atrevan a plasmar lo que sus ojos ven y lo que su corazón siente mediante colores aplicados sobre un lienzo estirado y rectangular, pues eso es la pintura.
El sentido y la intención de las líneas que preceden no es otro que situarnos en el variopinto y ecléctico panorama del arte actual para acercarnos a la aventura vital y a la obra de una superviviente de este nobilísimo arte, como es la autora de los cuadros que hoy cuelgan de los muros del Gran Hotel Puente Colgante.
Aunque por sus venas corre sangre mediterránea, Marisol nació en el corazón de Euskadi y ha vivido siempre en Portugalete, junto a la Ría. Y ahora que menciono a esta enorme arteria que articula el Gran Bilbao, ante dos feminidades tan distintas como son la Ría y nuestra pintora Marisol, observo que cuando el Nervión se ensancha y se hace brazo de mar, cambia de género y se hace femenino; la Ría es como la madre de todos los ríos y nos une al océano común de todos los humanos. Aunque este crítico que escribe, dada su condición mesetaria, no es experto en rías ni en mares, comparte con la pintora la lucha contra la lentitud y las comunes limitaciones que tratan de atenazarnos, en las cuales, muy a pesar mío, soy toda una autoridad. Nuestra pintora, artista, mujer y madre, ha tenido que crecer, crecerse ante la adversidad que cada día intenta arrebatarle el pincel de sus manos o se lo mueve sin ella quererlo. Ella es consciente de que ese nuestro común enemigo acabará ganando esta guerra sin cuartel que es la vida, pero antes está dispuesta a ganarle todavía unas cuantas batallas y lucha por seguir pintando su tierra y su mar para mostrarlo a sus conciudadanos, como en esta ocasión en la que tenemos el privilegio de ver su pintura y, a través de ella, percibir la riqueza de su mundo interior.
La obra de Marisol Díaz Escaño no es muy numerosa pero tiene una gran coherencia. Salvo algunas naturalezas muertas, retratos y otras obras con presencia de la figura humana, su trabajo gira en torno al paisaje, un paisaje que no sólo conoce muy bien sino que es un paisaje vivido y sentido, como puede notarse en las obras de esta exposición.
En la visión del paisaje de Marisol, yo percibo de una manera casi sensitiva, la importancia del aire, de los estados y calidades de la atmósfera, la humedad y el olor del mar, el frío y el calor, la opacidad o la transparencia de los humos de las fábricas. Todas estas cosas están tratadas con fuerza y con una cierta agitación que confiere a la obras un aspecto activo y, sobre todo, romántico. Pero mientras que los románticos necesitaban precipicios, ruinas, atardeceres, cementerios y fantasmas, Marisol no inventa los lugares sino que parte de su entorno próximo y de su realidad cotidiana y le basta un cielo gris para que todo respire melancolía, en tanto que, de unos oscuros nubarrones, puede llegar a desprenderse un ambiente de amenaza planetaria.
Marisol cultiva especialmente el paisaje urbano, pero un paisaje urbano con la peculiaridad que le da, por un lado, la presencia de la Ría y, por otro, el ser al mismo tiempo un paisaje industrial. Así pues, junto a la terca solidez de las montañas y de los edificios, está el elemento gaseoso que todo lo ablanda y diluye, y el líquido que invierte y deforma todo lo que refleja.
En sus paisajes, rara vez aparece la figura humana y hay obras en las que su ausencia se hace explícita, como en el cuadro de los dos bancos vacíos, en los que parece esconderse una historia de soledad escrita con minúscula o con mayúscula. Esos dos bancos reclaman la imaginación del espectador para vivir sobre ellos una historia de frío y de desamor o tal vez de todo lo contrario.
En los cuadros de Marisol se ve la orografía verde de Euskadi, el clima lluvioso y de cielos grises, la omnipresencia del gran espejo del agua, pero hay otras cosas que se perciben con la misma claridad: el amor a las tradiciones y a la tierra, el carácter industrioso de sus gentes y la presencia de un corazón sin dobleces que pinta lo que sus ojos ven y lo transforma en imagen de su mundo interior.
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