CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

viernes, 21 de octubre de 2011

Luis Moro. EL SEÑOR DE LOS INSECTOS

EL SEÑOR DE LOS INSECTOS
Luis Moro


11 de diciembre de 2004
Galería Claustro
Segovia

Los primeros pintores de la Historia fueron pintores de animales y, al mismo tiempo, tenían algo de brujos o magos guardadores de secretos. Luis Moro es también un pintor animalier y sus ojos delatan que es conocedor de algunos saberes recónditos.
Luis Moro pinta animales como una necesidad. Es uno de esos casos de pintores viscerales, genéticos, con pintura en las venas, de los que necesitan pintar como respirar. Empezó pintando mamíferos de fragmentada anatomía y musculatura casi desollada, peces entre la vida y la muerte, seres dolientes y callados, a veces implorantes, trasunto de todo el mundo animal, Humanidad incluida.
Así como, en los retratos de Francis Bacon, sus personajes muestran deformaciones y pérdidas de materia, como si sufrieran una extraña enfermedad, los animales que pueblan las obras de Luis Moro pueden mostrarse deformes e incompletos por efecto del movimiento o de su propia tormenta interior. Además, nunca se encuentran en el prado, si son reses, en la calle si son perros, o en el agua si son peces, sino que ocupan un espacio ambiguo, casi siempre definido por su propia corporeidad.
Cuando Moro se vio ante el Dioscórides anotado por Andrés Laguna, descubrió el universo de lo pequeño y de lo escondido y se interesó por los animales que no suelen acompañar y servir al hombre como ayuda ni como signo de prestigio, los pequeños vertebrados que viven en las oquedades de la tierra y dentro de los muros, o los que remueven las aguas de las charcas, los humildes ratones y las ranas perezosas. También descendió a los fondos marinos y se encontró con su propio yo en armonía con aquellos pequeños universos silenciosos, poblados de hipocampos y otros pequeños monstruos con la piel cubierta de placas y de espinas, moluscos, erizos marinos, peces luminosos y medusas transparentes. En el aire descubrió la ligereza y la transparencia de las libélulas y la infinita belleza de las mariposas; observó la tenacidad de las hormigas, la paciencia de las arañas y las costumbres de los demás artrópodos.
Al pintarlos, sin embargo, Moro no los presenta en su medio ni en su ser, sino con su materia más ligera y traslúcida, más líquida, hasta identificarse con la condición voluble de la pintura. Ese viaje desde el lustroso caballo hasta el pez vivo o muerto, y de la rana a la libélula, para llegar hasta los pequeños xilófagos, va acompañado de un proceso de acercamiento que se prolonga más allá de sus pelajes y de sus epidermis, y llega hasta sus osamentas y sus vísceras.
Las criaturas de Moro viven en un medio líquido o gaseoso, nunca sobre la tierra sino en medio de una atmósfera nacida de la veladura transparente, traslúcida o lechosa, como los humores corporales, como los caldos de cultivo, como las secreciones de las heridas, como las pócimas letales y los filtros amorosos, como las aguas estancadas. Esta pintura es, por lo tanto, una de las que, con más propiedad, pueden calificarse de orgánicas. En ella confluyen las formas blandas ajenas a cualquier disciplina geométrica, las formas redondeadas y elásticas de los músculos, la volubilidad de las larvas, las formas inaprensibles de los líquidos desparramados y de las inestables y caprichosas nubes. Son las formas de la naturaleza viva, articuladas y mudables, sujetas a la continua transformación inherente a la vida y a su inexorable ciclo de germinación, nacimiento, crecimiento, madurez, degradación, muerte y podredumbre.
La predilección de Luis Moro por todo aquello que está vivo, le pone, irremediablemente, en relación con la degradación, el sufrimiento y la muerte. Los seres vivos son frágiles y caducos, blandos, quebradizos y húmedos. La humedad es inherente a la vida e igual está presente en la pasión amorosa que en el proceso de corrupción de la materia. Es precisamente ese sometimiento a la degradación y a la caducidad lo que caracteriza el devenir de los seres vivos que son tales, precisamente, porque mueren.
     Hay en las pinturas de Moro algo de los azares que rigen el curso de la vida, algo del caprichoso discurrir de los líquidos por el papel, y mucha maestría para consentir los azares y, a un tiempo, dominarlos y crear un nuevo reino con nuevas criaturas. Así, la naturaleza blanda de los cuerpos se aproxima al medio pictórico, mientras que antenas y patas se reconocen en los trazos, los huevos en las gotas, y los protozoos y demás seres, en las manchas propicias vistas con ojos predispuestos.
     La pintura puede ser líquida, más o menos densa, opaca, cerúlea, traslúcida o transparente pero, en manos de Moro, no parece salida del pincel sino que se ofrece más bien como mancha casual y sugerente, como huella de impacto en el cristal o en el lienzo, élitro, membrana, cartílago, ala de libélula o mariposa, secreción seca, flujo de color que se concreta en breve larva o en fugaz crisálida. El componente líquido de los cuerpos de los animales ha congeniado con la condición cremosa de la pintura y así, se han fundido los óleos con la saliva de los insectos y los acrílicos con la estela de los caracoles, alumbrando una superficie que se ha convertido en el medio natural de nuevas especies de insectos pintados.
     El progresivo acercamiento al reino de lo pequeño ha permitido a Moro descubrir una nueva realidad oculta a la mirada que, de pronto, cobra aspectos de apariencia amenazante o desvela bellezas ocultas e inimaginables. Este penetrar en el microcosmos conduce a veces, al descubrimiento de nuevos mundos aún más pequeños, lo cual viene a convertir lo pequeño en grande, de forma que un ala de mariposa puede convertirse en carta celeste o en paisaje cenital de un país imaginario. La consecuencia de esta pérdida de las referencias de la escala es que ya no sabemos a cuál de esos universos pertenecemos y, por consiguiente, ignoramos nuestro propio tamaño y nuestra posición en el cosmos, y tampoco sabemos cuál es nuestra importancia.     
     Después de la creación del mundo, la evolución ha hecho su camino sin norte ni guía, ante la negligencia indolente del creador. Este abandono de la naturaleza a su cruel violencia y al albur de sus injustas leyes, ha producido toda clase de híbridos indeseados, de pesadillas hechas carne, de quimeras que son frutos de mil azares, y de monstruos a los que la cercanía nos ha acostumbrado y en cuyas filas caminamos. Luis Moro ha puesto en marcha una evolución paralela a partir de su propia visión de lo creado, una evolución que no transcurre sobre la tierra sino sobre el lienzo y el papel, y que no se rige por las leyes de la supervivencia sino por las propias leyes de la pintura y por las no-leyes del azar.
     Moro ha querido pintar a los animales que quedan fuera de cualquier tipo de protección humana para representar a las víctimas que más merecen este nombre, para encarnar a los primeros clasificados en la escala de los sujetos pasivos del dolor, de la infamia, del desprecio y del olvido. Para ello Moro ha elegido a las hormigas, tantas veces imagen de la sociedad humana, y a otros humildes insectos.         Esos animales siempre dolientes, esos insectos moribundos, son la imagen y el trasunto de una Humanidad concebida en sentido amplio, una Humanidad que incluye todo lo que es vida sobre la Tierra.
     Pero hay una pequeña parte de la especie humana que, de cuando en cuando, necesita organizar reformas a su favor, operaciones de limpieza abrasiva, tormentas de arena que arrastran animales, hombres, mujeres y niños.  Con ellos arrastran también la confianza y los últimos restos de la ética.  Sobre las dunas que los cubren crece la planta del miedo.
     Con frecuencia, los niños que juegan en los parques pisan los hormigueros y orinan sobre ellos para demostrar su circunstancial superioridad. A veces las hormigas revientan y los fragmentos de su caparazón se clavan en el pecho de los niños que juegan en los parques. En algún lugar hay alguien que no diferencia a los niños de los gobernantes, ni a los hombres de las hormigas, ni a los muertos de los índices bursátiles.
     En un hormiguero, en un periódico, en una estadística, en una tormenta de arena o en un cuadro de Luis Moro, siempre veo a la Humanidad.

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