CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

viernes, 21 de octubre de 2011

Isabel Rubio y Marisa Casado. AUTORRETRATOS

AUTORRETRATOS
Isabel Rubio y Marisa Casado 
08 de abril de 2005  
Sala Mauro Muriedas
Torrelavega


Dos mujeres hacen memoria y repasan su vida como si quisieran ilustrar una prematura autobiografía. Las dos se miran al espejo para tener la plena certeza de que se reconocen a sí mismas. Dos mujeres artistas tratan de completar su propio autorretrato sin tener demasiado en cuenta la memoria ni la imagen de su rostro en el espejo.
Marisa Casado mira, desde la noche, una casa construida en los límites del desierto, donde crecen las últimas palmeras. Desde una estancia encendida, la luz proyecta sobre la arena el arabesco de la celosía. Tras la ventana se esconde un mundo lánguido y ondulante, con pipas de opio, con baños, velos y perfumes de almizcle, con mujeres perezosas e indolentes como las del tondo pintado por Ingres. La sombra de la celosía se proyecta sobre el mundo de Marisa, envuelve todas las cosas bajo su retícula y confunde los cuerpos con las sábanas, la cama con la hierba, las manos con su sombra, los trazos con las heridas y los diarios con las cartas de amor.
Las líneas de su escritura no son reiterativas como los frisos persas, ni someten las hojas de mirto a la simétrica disciplina de los atauriques. Cuando las líneas hacen geometría, prescinden de la fría rectitud de la regla y no soportan el rigor matemático de la lacería. Muy al contrario, son líneas humanizadas que contienen el pálpito de lo orgánico y lo contingente, y respiran al ritmo que les marca su autora.
La obra de Marisa Casado es como un tejido gráfico en el que se acumulan todas las pulsiones, los latidos, las razones que ayudan a vivir, los pensamientos disparatados y fugaces y los miedos inexplicados, expresados en una línea múltiple que da lugar a celdillas de formas diversas,  donde la línea de dientes de sierra, de cordón o de espiga, acaba encerrando o definiendo complejos signos de recóndito significado.
Marisa sabe que su historia sólo se puede escribir sobre su propia piel y pinta con henna en la piel y en el papel. A veces pinta su tupido horrror vacui sobre las sombras de otros cuerpos. Intenta mirar su propia sombra y apenas la distingue entre los dibujos de la alfombra, mira sus manos y ve que las rayas del destino se han convertido en un laberinto en el que se pierden los quiromantes, un laberinto como las calles, los patios y los pasajes de la medina.
La línea del laberinto no conduce a tesoro alguno, sólo ayuda a comprender el modo de acercarse a la felicidad. Quien consigue descubrir el camino puede hallar el tesoro del propio conocimiento. Marisa sabe que lo único importante es caminar, caminar como vivir, queriendo no llegar nunca.
La otra mujer es Isabel Rubio. Su escritura se define en formas amplias y ligeras, suspendidas sobre el vacío del fondo blanco, más ambiguo e inmaterial cuando utiliza el poliéster como soporte. Sus formas y sus signos flotan sobre un fondo traslúcido y no es infrecuente ver cómo las nubes más azules y transparentes, cambian de color o se disuelven parcialmente por el efecto de un mal pensamiento.
Esta pintura ensimismada es como un diario íntimo en el que Isabel parece hablar consigo misma. Ella quiere que escuchemos, quiere que miremos, pero no quiere decirlo todo. Nos llama la atención con esos signos luminosos y transparentes que vienen a ser como las letras capitales de un mensaje cifrado en unas pocas siglas. No alcanzamos a conocer los detalles pero no importa. Viendo sus obras oímos el tono de su voz clara y cristalina y sabemos que trata sobre la condición breve y quebradiza de las cosas, sobre el carácter efímero y frágil de la vida y de las pompas de jabón.
Isabel Rubio escribe inventando las palabras a medida que las necesita, de modo que, si siente una nostalgia infinita, hace el signo de la infinita nostalgia y ya no vuelve a usarlo jamás; y si siente ternura, su mano dibuja una ternura suave y clara, como han de ser las ternuras, y si alguna vez siente miedo, el temblor de su mano marca sobre el papel los inequívocos signos del miedo. Y si llegara a tener de nuevo el sentimiento de la nostalgia infinita, ya sería otra y crearía un nuevo signo que expresara ese estado de ánimo con absoluta claridad.
Isabel pinta el interior de su cuerpo y de su mente, pinta lo flujos y las fuerzas del deseo, los itinerarios de la mirada, las energías que el cuerpo recibe y las que regala. Isabel pinta lo que siente en su interior y así queda convencida de ser.
Isabel y Marisa se pintan a sí mismas, pintan sus propios interiores, de modo que sus obras no dejan de ser autorretratos. Siempre he estado en contra de la existencia de un arte masculino o femenino. Y  lo sigo estando. Si, en este caso, parece evidente que estas obras han salido de manos de mujer, no es por sus formas, modos o maneras, sino porque, entendiendo estos cuadros como autorretratos, en todos ellos veo el rostro de una mujer; veo la cara interior de Marisa Casado y de Isabel Rubio.

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