CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

sábado, 22 de octubre de 2011

José Asias. BAJAMAR

José Arias

BAJAMAR

El Mar Cantábrico es pródigo en galernas y las rocas de la costa asturiana han visto no pocos naufragios y han probado la violencia de las olas. La pintura de José Arias (Gijón, 1953) tuvo también su momento de furia expresionista y en sus cuadros abundaba la materia y sonaban los truenos de la tormenta y el golpear de las olas convertidas en espumas de pintura blanca. Pero los años van prescindiendo de lo accesorio y decantando la esencia de las cosas, y se ve mejor lo leve que lo grave, se sueña más con lo sugerido que con lo evidente, se prefiere lo sutil a lo palpable y se sabe que la penumbra encierra más promesas y secretos que la luz del día. Los años enseñan a ver en la oscuridad, a escuchar en el silencio y a pintar lo invisible.
Desde hace algún tiempo José Arias prefiere los días apacibles con la mar quieta, cuando las olas lamen silenciosamente la arena de las playas. El pintor sabe que las aguas tranquilas fueron antes olas rompientes, golpes de mar y estruendosas espumas. Ahora las aguas son mansas y la pintura más líquida y ligera, porque el pintor ya no busca emociones fuertes sino reflexiones sosegadas y profundas. José Arias se acerca a la playa en los días apacibles, cuando cae la tarde, cuando las olas cubren y descubren una y otra vez la arena de la orilla, dejando en ella efímeros espejos que enseguida se vuelven opacos, mientras la arena mojada, ya sin brillo, emite un  pequeño gemido. La pintura de José Arias participa de este ir y venir de las olas porque él concibe el soporte de madera como playa y como mar, y sus vetas como dunas que arrastra la pintura hecha ola, gobernada por la diestra mano del artista que encauza las corrientes, domina las mareas y decide los cielos según su ánimo y su saber.
     Surgen así mundos crepusculares y metálicos, con luces de plata líquida y sombras de pigmentos nocturnos. Son las horas de bajamar, cuando la arena ofrece pequeños moluscos, y por sus finas venas destila los últimos hilos de agua, antes de que la luna ordene de nuevo subir a las mareas. La bajamar y el atardecer son propicios al silencio, y el silencio ha de pintarse con muy poca materia. De este modo conviven, la mímesis y la pintura en sí misma. Las nubes de la imaginación no anulan los cielos, las playas de la memoria no esconden el soporte sobre el que se pinta sino que rescatan su epidermis y la integran en la representación. La emoción de contemplar el ocaso no impide que la playa sea también tabla, ni que las olas sean, además, pintura.


José Arias también mira hacia el interior. Mira tierra adentro y descubre su hombre interior en forma de paisaje. Los viejos robles solitarios muestran su silueta poderosa, en tanto que las hayas ancestrales y los humildes y gregarios chopos apenas dejan ver sus pies desgarbados. En estos árboles y en estos bosques, flotando en la niebla matutina, vaga como un fantasma el espíritu de Caspar David Friedrich.

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