Jorge Peteiro. MEMORIA DE LA EDAD MÁGICA
12 de Junio, 1999
La Alhóndiga. Segovia
La infancia se vive con escasa consciencia, la adolescencia con demasiada confusión y la juventud con justificada arrogancia. Si es cierto que la vana convicción de seguir siendo joven se prolonga más allá de lo razonable, la memoria de la infancia, sin embargo, pronto se cubre de nubes que la deforman y la alejan hacia los dominios de lo legendario. Rescatar la memoria de aquellos días mágicos sólo es posible desde la madurez y desde el escepticismo que aportan los años vividos en estado de vigilia. Pero los relojes giran en un único sentido y el pasado es definitivamente irrecuperable. La posibilidad de crear ficciones a partir del recuerdo, suele derivar en nuevas ficciones para poder vivir el presente. A veces los sueños regalan el raro privilegio de asomarse a los corredores de la edad de la inocencia.
Decía Rafael Baixeras que hay que pensar en la infancia con más frecuencia, entendiendo la mirada hacia esos años azules como un ejercicio de autoconocimiento y, en consecuencia, como una necesidad previa al análisis objetivo de la realidad. Es posible repasar la vieja enciclopedia o rescatar los cromos del fondo del cajón, pero no se pueden recordar los primitivos placeres freudianos, nunca gozados, ni se puede poner en práctica el oscuro deseo de volver a la templada burbuja del claustro materno. Quizás, en algún momento, quepa la posibilidad de volver a sentir la libertad de los domingos por la tarde, o enamorarse de nuevo, súbita y perdidamente. Pensar en la infancia supone tomar conciencia de la verdadera medida del hombre y de su actitud ante la vida; supone rechazar la máscara del personaje que cada uno representa, algunos con notable eficacia, y mostrar el propio rostro con su palidez y sus cicatrices; supone dar la cara y ser capaz de mirarse al espejo con aquellos ojos limpios y esperanzados de entonces.
El recuerdo de los años mágicos viene de la mano de la obra de Jorge Peteiro, un pintor que extiende sobre el paisaje y sobre las criaturas su mirada limpia y esperanzada, convirtiendo el caos en armonía y creando una Nueva Arcadia a partir de la visión de la Nueva Babilonia. Decía Picasso que, de niño, dibujaba como Rafael y que tuvieron que pasar muchos años para conseguir dibujar como un niño. De modo análogo, Peteiro muestra los frutos de un proceso de maduración cuya complejidad y duración excluyen cualquier atisbo de pintura ingenua, entre otras cosas, porque la ingenuidad consciente no es posible.
La aparente sencillez de esta pintura esconde un largo proceso de reducción y síntesis hasta dar forma a un lenguaje propio basado en la invención de signos y convenciones formales. Las criaturas y los objetos que pueblan el espacio del cuadro se convierten así en estereotipos portadores de un fuerte contenido simbólico. Elementos básicos de este lenguaje son la línea gruesa, que contornea las figuras y define sus accidentes, y los colores planos y arbitrarios, elementos comunes al lenguaje de las ilustraciones infantiles y a ciertas imágenes publicitarias. Si una comunicación eficaz se basa en el uso de códigos tempranamente adquiridos y regularmente ejercitados por el espectador, este parentesco con la cultura de masas es una garantía de validez comunicativa para un arte que se expresa en un lenguaje rigurosamente contemporáneo y que, sin embargo no genera incomunicación. Por el contrario, aun cuando el espectador no haya hecho una lectura correcta o no haya captado toda la riqueza argumental de la obra, no se lamentará de haber topado con un arcano.
Existen otros muchos referentes formales que se remontan al románico, al cubismo y al pop, por citar los más llamativos. Del primero procede la gruesa línea negra, armónica y libre, que todo lo estructura. De un asimilado postcubismo es el tratamiento libre del volumen y del espacio, así como la general geometrización de las formas. La relación con el pop es aparentemente más cercana y al mismo tiempo más problemática, pues, frente a la relativa semejanza de los recursos formales, existe un marcado contraste iconográfico basado en la radical diferencia existente entre dos mundos distintos y distantes. Otras referencias son los recuerdos de Miró o de Mariscal, por no citar el contexto surrealista en general y gallego en particular. De este extenso caldo de cultivo surge el personal e inconfundible universo de Jorge Peteiro, un mundo cuya coherencia formal crea el soporte más adecuado para hacer visible su contenido poético.
A este mundo suyo llegó Peteiro tras un particular viaje interior que le permitió hacer compatible la sabia visión del pintor maduro con la risueña claridad que la niñez le dejó en herencia. Este viaje tiene también una dimensión física que va de Finisterre a Levante, integrando los espacios abiertos e inundados de luz mediterránea con los matices de la neblina gallega. Peteiro hizo que la insondable fraga del bosque encantado fuera disipada por la luz del oriente y que sus oscuros misterios se convirtieran en luminosas historias. A la diagonal geográfica que cruza el mapa como referencia espacial, añade el pintor una ordenada cronológica con sus valores positivos y negativos, ambiguamente oscilante entre el incierto pasado y el tangible presente que, a cada momento, va ocupando los dominios del futuro.
Sobre esas coordenadas Peteiro ha construido un mundo nuevo, luminoso y habitable, un mundo capaz de acompañar al solitario y de alegrar al triste, un mundo que deja vivir y permite soñar. Este pintor gallego que tiene algo de chamán y mucho de druida celta, con una intención similar a la de Beuys, concibe el arte como un instrumento para curar la melancolía social de la tribu moderna. El artista-brujo, psicoterapeuta del espíritu individual y colectivo, consciente de cuáles son las necesidades sociales, ejercita celosamente su misión de ayudar a vivir construyendo alegrías para los ojos y bellas historias para el espíritu. La pintura de Peteiro quiere ser la imagen de un mundo feliz.
Porque cree firmemente en la felicidad, o al menos en la alegría, Peteiro ha mirado a su alrededor y se ha procurado una copia de todas esas cosas que ayudan a hacer soportable la existencia. Para asegurarse la posesión de todos esos apoyos afectivos, ha pintado un límite rectangular, un cuadro dentro del cuadro, y en él ha ido inventariando la imagen interior de los recuerdos del pasado y de las visiones del presente. Entre este cuadrado interior y los límites físicos del cuadro, quedan a veces elementos que vagan entre dos mundos, fragmentos de la memoria que oscilan entre el pasado y el presente, entre la realidad y la imaginación. Para conseguir que esa parcela de felicidad no se disuelva como los recuerdos lejanos, las imágenes están contundentemente definidas por medio de bordes netos, como oponiendo la solidez de la forma y del color al efecto disolvente de tiempo. Ahí están el prado, el árbol y la aldea; el mar, la dársena y los barcos. Es el territorio de un mundo feliz lleno de árboles parlanchines, de peces y de reflejos acuáticos con forma de bumerang; lleno de brisas y de gritos de niños. Un mundo en el que conviven los objetos próximos con las nubes y los astros inventados, donde el cielo se puebla de constelaciones desconocidas y el lienzo de planetas mironianos.
Del deseo de que este nuevo mundo sea habitable y el espectador pueda penetrar en él, surge la necesidad del gran formato que caracteriza a las obras de Peteiro. El gran formato persigue cubrir la plena extensión de la mirada y colmar las ansias del espíritu, de modo que, si el espectador se sitúa en el lugar adecuado, consiga ver únicamente la superficie del cuadro que tiene ante sí, sin llegar a ver sus límites y poder, así, sentirse dentro de él.
Peteiro nos cuenta las cosas que queremos oír y nos enseña aquello que necesitamos ver. Cuanto más gris es la realidad, mejor se recibe este bello engaño consentido, esta ficción necesaria, esta dulce mentira expresada con las buenas y claras palabras de su pintura.
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