Javier Riera. TEORÍA DE LA NUBE - 2
26 de diciembre de 1998
Galería Arco Romano. Medinaceli
Javier Riera, en los años azules de su infancia asturiana, miraba el paisaje levantando la cabeza y veía más cielo que tierra, más nubes que montañas. Le atraía la volubilidad de los gases imperfectos y desdeñaba la tozuda definición de los cuerpos sólidos. Así fue interiorizando un universo de cielos impuros y dramáticos, cargados de nubes sulfurosas y de falsas estrellas fugaces escapadas de los crisoles de las fábricas.
Ahora, desde su estudio de Barajas, observa la lenta metamorfosis de los cúmulos y la agonía de los últimos estratos del horizonte. Al tiempo que pinta sigue mirando al firmamento bajo el retumbo de los aviones, persiguiendo sus estelas ígneas y sus luces nocturnas, buscando a los fantasmas a la hora precisa y observando el mundo a través de una gran lente de humo con olor a queroseno.
Riera lleva también en su interior el bagaje de dos siglos de nubes pictóricas que van desde los agitados celajes de Constable y de Turner hasta los dudosamente serenos de Friedrich. Sobre esta herencia romántica y secreta, articula brillantemente un vocabulario enraizado en el Expresionismo Abstracto Americano. De aquellos míticos irascibles conserva, sobre todo, la violencia azarosa de los action painters, pero también la carga de intensa meditación de los color field painters.
La pintura de Javier Riera no es el resultado previsto de procesos sabidos y verificados, ni el fruto de una aplicada y cuidadosa dedicación, sino un ejercicio de alto riesgo donde el pintor, enfrentándose al vértigo de asomarse al abismo, controla sus gestos y el discurrir de los líquidos por el lienzo, mientras conjura las veleidades del azar.
A veces, el dinamismo compositivo y la energía cromática, producen tal sensación de furia e ímpetu, que se siente el temblor de las tensiones que mantienen los elementos plásticos. Nubarrones, a punto de convertirse en monstruos, se enfrentan en silencio o libran batallas caóticas y violentas. Hay manchas insolentes que provocan e intimidan, y trazos agresivos como navajas que atacan salvajemente y abren heridas en el costado del cosmos.
Bajo el plano gestual y expresionista, materializado en los grafismos, los empastes -a veces de poderosa e inquietante presencia- y los dripping, existe otro nivel más sereno que se muestra a través de los grandes velos traslúcidos. Son precisamente estas manchas amplias y líquidas las que dan lugar a la adscripción del artista a la corriente que se ha dado en llamar lirismo, concepto que aquí no se refiere a la noción literaria del sentimiento sino a la caracterización de ciertos pintores abstractos que manejan con sutileza una materia predominantemente ligera. Riera administra con libertad y frescura un óleo muy fluido del que obtiene admirables resultados, entre ellos los efectos de aguas y de emulsión, astucias surgidas de la chistera de ese mago de la pintura que es Julian Schnabel.
En algunas obras de esta exposición, el lejano y difuso mundo situado tras el cristal imaginario donde el pintor deja la huella de sus gestos, parece hacerse más próximo y tangible, más habitable y menos dramático. En esos fondos, por primera vez en mucho tiempo, se percibe la cercanía de lo terrestre, como si el pintor estuviera a punto de alcanzar una playa nocturna y silenciosa. Tal vez sea el anuncio de una reconciliación con el mundo de lo visible, la señal que apunta hacia nuevos caminos por los que, sin duda, Javier Riera seguirá ampliando las posibilidades de la pintura.
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