Crítica de arte
Pintura anfibia
Carlos Matarranz. Pintura y grabado. Casa de los Picos. Hasta el 30 de octubre.
Jesús Mazariegos
Carlos Matarranz hace tiempo que logró
definir una manera de hacer y de ver, es decir, un estilo inconfundible. En sus
cuadros siempre aparecen elementos líquidos, sea el agua que todo lo envuelve y
lo llena en los fondos marinos, sea el chapapote o el fuel de infausta memoria,
sea la charca donde se solazan las ranas, sea, en fin, la propia pintura
expresándose a sí misma en forma de dripping o, más densa, describiendo signos
con aspecto de grafía oriental. Todo es pintura y todo cubre a todo, las capas
y las veladuras se superponen y dan
lugar a suaves texturas y a matizados colores.
Pocas veces es Matarranz totalmente
abstracto y, cuando lo parece, algún pececillo, insecto o renacuajo asoma por
algún lugar del cuadro como indicando que estamos bajo el agua junto a los
restos de algún naufragio, sobre la charca de agua estancada o junto al remanso
de un arroyo, entre los juncos de la orilla.
Es posible que los colores, los azules, los
naranjas y los morados nos hagan dudar de tales escenarios y caigamos en la
cuenta de que estamos viendo pintura, una pintura que se mueve en las ambiguas
fronteras de la abstracción y la figuración, dando buena cabida a los signos,
grandes signos de vocación oriental que, de forma más o menos notoria, aparecen
en gran parte de las obras. Estamos pues entre el agua y la tierra, como los
anfibios que pueblan algunos de los cuadros, entre el continente de la realidad
y el mar de la pintura.
Otras veces es el título el que nos pone en
la pista para sensibilizar el ojo a descubrir medusas, a avistar tiburones y
pirañas, o a vagar complacido por ese plancton tintado que todo lo envuelve. Pero
tras esa experiencia viajera el gran grafismo nos desengaña y nos recuerda que
no hay ilusionismo que valga, pues los signos no existen en la naturaleza, y
que estamos ante una superficie pintada que no pretende recrear ningún lugar
sino provocar sensaciones desde la forma y el color, desde los animales, las
plantas, las propias grafías -más contenidas que en obras anteriores- y, en
alguna ocasión, desde discretísimos objetos reales.
He
dicho que Carlos Matarranz tiene un estilo inconfundible. No debe temer que
evolucione a costa de la contundencia de los signos, como ha demostrado en
algunos cuadros de hace uno o dos años (‘Medusa caballera”), y como sigue
demostrando en otros de nueva creación, como el de las ranas y algún otro. En
estos cuadros se adivinan indicios de cambio en los que Carlos sigue siendo él
mismo pero no es el de siempre.
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