CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

martes, 25 de octubre de 2011

Paco Bravo y Gloria González. EL AÑO MIL COMO TERAPIA


El año mil como terapia


Paco Bravo y Gloria González. Miniatura y modelado en piel. Sala de exposiciones del Palacio Ayala Berganza Hasta el 23 de febrero.


Jesús Mazariegos

A veces el tiempo histórico, sugestionado por la redondez de las cifras, marca puntos en la línea del acontecer de las cosas. El año mil fue una fecha más que razonable para reflexionar unos momentos sobre el sentido de la vida y volver a pecar con ilusión después de aquella noche en la que algunos dudaron si el sol saldría de nuevo.
Demasiadas veces la Historia vuelve sobre sus pasos, especialmente para cometer los mismos errores. Ahora que, hasta los más cerriles ya se han enterado de que no hay año cero y de que un siglo tiene cien años, igual que veinte duros son cien pesetas y no noventa y nueve, libres ya de dudas sobre lo elemental, Paco Bravo dobla el calendario y, como en un espejo, mira desde un extremo a otro del milenio.
Paco Bravo copia códices medievales con humildad monacal y extremada perfección. No quiero volver sobre el problema del arte artesano y de la artesanía artística, prefiero preguntarme qué sentido tiene este paciente ejercicio que las máquinas de hacer facsímiles ejecutan con tecnológica precisión. Me pregunto cuáles serían las motivaciones reales de los miniaturistas del siglo X, Magio, Florencio o Emeterio, para dedicarse a ilustrar el texto que Beato de Liébana había escrito dos siglos antes comentando el Apocalipsis de San Juan. El asunto siempre se ha relacionado con la proximidad del año mil. De cara a la galería, no es mala explicación; es posible que alguno de ellos llegara a creérselo.
          Pero, a medida que vamos conociendo detalles concretos de la Historia, se confirma la queja de San Bernardo, traída por Umberto Eco a su novela El nombre de la Rosa: las imágenes no servían sino para distraer y fantasear; los ilustradores se divertían más que un muchacho en Internet, daban rienda suelta a su fantasía y pasaban de moralinas catequéticas. Del mismo modo, pero en sentido contrario, aunque Paco Bravo asegure que lo hace por gusto, su acto no deja de ser una huida de la dura realidad y una oferta de refugio al cuitado hombre del siglo XXI. La humanidad presente no necesita imaginar siete monstruos de siete cabezas con diez ojos, porque los tiene con cabeza nuclear y ojo-cámara busca-objetivo-inocente. Ciertamente la bestia moderna es menos vistosa y no echa fuego por la boca sino por el culo.
Para Paco Bravo y para el hombre contemporáneo, los monstruos apocalípticos resultan amables y benévolos. Tal vez Paco, como Beuys y como Peteiro, se ha convertido en el artista primigenio, en el brujo sanador de la tribu moderna, ofreciendo su elixir a sus desorientados congéneres. Cuanto más contradictorio es el trabajo manual que puede hacer la máquina, cuando más inútil y menos dañina es una actividad, más reconcilia con el yo, con el otro y con el cosmos.
Las obras tridimensionales en piel curtida, de Gloria González, más próximas, tangibles y táctiles, crean figuras cuyas formas provienen de la contracurva modernista, más de nube que de látigo, dejando entrever, tras el velo de niebla de la piel, damiselas lánguidas como las que emergían de las terracotas de Lamberto Escaler, pero remarcando los pliegues, como consecuencia del lenguaje específico de la piel. A veces los pliegues ceden a favor del modelado sugerido de los rostros y los cuerpos, dando paso a una calidad cerúlea y misteriosa que recuerda el carácter fundente de algunas obras de Medardo Rosso. Las obras de Gloria y Paco no comparten sino su premisa artesana y el espacio. Sus autores comparten algo más.

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