El año mil como terapia
Paco Bravo y Gloria González.
Miniatura y modelado en piel. Sala de exposiciones del Palacio Ayala Berganza
Hasta el 23 de febrero.
Jesús
Mazariegos
A veces el tiempo histórico,
sugestionado por la redondez de las cifras, marca puntos en la línea del
acontecer de las cosas. El año mil fue una fecha más que razonable para
reflexionar unos momentos sobre el sentido de la vida y volver a pecar con
ilusión después de aquella noche en la que algunos dudaron si el sol saldría de
nuevo.
Demasiadas veces la Historia
vuelve sobre sus pasos, especialmente para cometer los mismos errores. Ahora
que, hasta los más cerriles ya se han enterado de que no hay año cero y de que
un siglo tiene cien años, igual que veinte duros son cien pesetas y no noventa
y nueve, libres ya de dudas sobre lo elemental, Paco Bravo dobla el calendario
y, como en un espejo, mira desde un extremo a otro del milenio.
Paco Bravo copia códices
medievales con humildad monacal y extremada perfección. No quiero volver sobre
el problema del arte artesano y de la artesanía artística, prefiero preguntarme
qué sentido tiene este paciente ejercicio que las máquinas de hacer facsímiles
ejecutan con tecnológica precisión. Me pregunto cuáles serían las motivaciones
reales de los miniaturistas del siglo X, Magio, Florencio o Emeterio, para
dedicarse a ilustrar el texto que Beato de Liébana había escrito dos siglos
antes comentando el Apocalipsis de San Juan. El asunto siempre se ha
relacionado con la proximidad del año mil. De cara a la galería, no es mala
explicación; es posible que alguno de ellos llegara a creérselo.
Pero, a medida que vamos conociendo detalles concretos de
la Historia, se confirma la queja de San Bernardo, traída por Umberto Eco a su
novela El nombre de la Rosa: las
imágenes no servían sino para distraer y fantasear; los ilustradores se
divertían más que un muchacho en Internet, daban rienda suelta a su fantasía y
pasaban de moralinas catequéticas. Del mismo modo, pero en sentido contrario,
aunque Paco Bravo asegure que lo hace por gusto, su acto no deja de ser una
huida de la dura realidad y una oferta de refugio al cuitado hombre del siglo
XXI. La humanidad presente no necesita imaginar siete monstruos de siete
cabezas con diez ojos, porque los tiene con cabeza nuclear y ojo-cámara
busca-objetivo-inocente. Ciertamente la bestia moderna es menos vistosa y no
echa fuego por la boca sino por el culo.
Para Paco Bravo y para el
hombre contemporáneo, los monstruos apocalípticos resultan amables y benévolos.
Tal vez Paco, como Beuys y como Peteiro, se ha convertido en el artista
primigenio, en el brujo sanador de la tribu moderna, ofreciendo su elixir a sus
desorientados congéneres. Cuanto más contradictorio es el trabajo manual que
puede hacer la máquina, cuando más inútil y menos dañina es una actividad, más
reconcilia con el yo, con el otro y con el cosmos.
Las obras tridimensionales en
piel curtida, de Gloria González, más próximas, tangibles y táctiles, crean
figuras cuyas formas provienen de la contracurva modernista, más de nube que de
látigo, dejando entrever, tras el velo de niebla de la piel, damiselas
lánguidas como las que emergían de las terracotas de Lamberto Escaler, pero
remarcando los pliegues, como consecuencia del lenguaje específico de la piel.
A veces los pliegues ceden a favor del modelado sugerido de los rostros y los
cuerpos, dando paso a una calidad cerúlea y misteriosa que recuerda el carácter
fundente de algunas obras de Medardo Rosso. Las obras de Gloria y Paco no comparten
sino su premisa artesana y el espacio. Sus autores comparten algo más.
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