El
placer de la contemplación
María Sáez. Pintura. Sala de
exposiciones Ayala Berganza. Hasta el 27 de mayo.
Jesús
Mazariegos
El arte siempre es portador de
determinados mensajes, sean éstos explícitos o relativamente soterrados. A lo
largo de la Historia, el artista ha sido un lacayo de la clase dominante,
dedicado a crear ídolos, glorificar monarcas y relatar gestas bárbaras. Desde
el Neoclasicismo, la burguesía que acababa de derribar al Antiguo Régimen,
mostró un nuevo camino que permitió a los creadores románticos incorporarse,
desde abajo, a posteriores procesos revolucionarios.
Pero entre lo uno y lo otro,
entre el barroco contrarreformista y áulico, por un lado, y el neoclasicismo
ético y ejemplificador de las virtudes ciudadanas, por otro, hay un estilo que,
si bien pertenece a la época del dominio de la aristocracia, es la más clara
imagen de su próximo final, aunque por ninguna parte asome la sombra de la
guillotina. No hay arte más evolucionado y refinado que el de las épocas
decadentes, pero es el Rococó el que mejor encarna el feliz descuido de una
clase ociosa que tenía contados sus días.
Es un arte para gozar; quizás
sea uno los pocos casos en los que se puede hablar de ‘arte por el arte’. Pero
lo más interesante, sin duda, es el hecho de que las fiestas galantes, que
discurren lánguidamente en medio de frondosos jardines, estén envueltas en un
clima de melancolía que hoy se explica por la temprana pero firme y real
presencia del romanticismo en ese mundo ficticio y casi feliz. Así pues, la
grandiosa naturaleza del ‘Embarque para Citerea’ de Watteau anuncia los
vertiginosos paisajes de Friedrich, mientras que los inmensos árboles de
Fragonard preceden a los bosques de Constable.
Éste es el sino decadente de
nuestro tiempo y ésta es la síntesis que María Sáez muestra en la exposición de
la Sala Ayala Berganza. Las visiones de la naturaleza, con una concepción
situada entre el claro de bosque y el jardín inglés, oscila entre la plácida
proximidad del escenario del ocio placentero propias de la visión rococó, y la
inabarcable grandiosidad arbórea, empequeñecedora del hombre y característica
de la desmesura romántica.
En la pared derecha de la
sala, se muestra, en el cuadro de formato vertical, la clara enseñanza de Constable
en el magnífico cielo estratificado que ocupa las tres cuartas partes de la
altura del cuadro. Más efectistas son los otros dos, con un encendido
crepúsculo y con presagio de tormenta, respectivamente.
La fresquísima marina,
construida con bandas horizontales como estratos que van del amarillo al verde
y del azul al blanco, muestra las grandes posibilidades creativas de María
Sáez.
Las minúsculas acuarelas
situadas fuera de la sala, tres marinas y tres terrestres, son de una
exquisitez y una frescura incomparables, ligeras y sugerentes, líquidas y
vibrantes, más fundadas en el oscilante juego de atracción-repulsión de los
líquidos que en detalle alguno.
En estos paisajes no posa ni
deambula personaje alguno. Cabría preguntarse, en el caso de que existieran
tales personajes, de qué época serían, pues tampoco existe objeto alguno que
delate una época concreta. ¿Serían personas con chándal y raqueta de tenis?
¿Serían pálidas damiselas cortejadas por escuálidos y greñudos lechuguinos? ¿O
serían orondas damas con polisón, sorprendiendo con su sabiduría literaria a
los empelucados acompañantes que no dejan de estornudar , con su caja de rapé
en una mano y un ridículo pañuelo en la otra?
María Sáez nos regala los
mejores espacios para del ocio. Son espacios ficticios para hacer más habitable
la realidad. En algunos lugares de Segovia se pueden simultanear muy diversos
placeres, junto a otras obras de María Sáez, la conversación, los platos
exóticos, la amistad y los besos.
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