CRÍTICO DE ARTE JESÚS MAZARIEGOS

martes, 25 de octubre de 2011

José Antonio Abella. LA TRASHUMANCIA COMO EPOPEYA


                   La trashumancia como epopeya

José Antonio Abella: Monumento a la Trashumancia. (Grupo escultórico en bronce). Dehesa del Alto Clamores. Segovia.


Jesús Mazariegos

        La vida pastoril ha sido tradicionalmente campo abonado para el embuste y la truculencia: Abel, con sus piras de humo manso y vertical; Paris, el voyeur, sesteando con rollizas ninfas, y Dafnis, todo el día tocando la siringa; los monopolizadores de apariciones, revelaciones y avistamientos diversos; Salicio y Nemoroso, falsos y cursis como los Mirtilos, Silvios, Silvanos y toda la almibarada caterva de la novela pastoril; los aristócratas disfrazados pintados por Watteau y por Boucher, incapaces de acercarse a una oveja.
        De todos los pastores ficticios y legendarios admiro a los que Poussin pintó ante un sepulcro con la inscripción “Et in Arcadia ego” (“Yo también viví en la Arcadia: en la Arcadia también existe la muerte”). Es un contrapunto de realidad en medio de la ficción bucólica. Si en la Arcadia existe la muerte, en la Castilla de los mortales, donde los pastores se llaman Agapito, Indalecio y Antonio, existe una antesala, a veces poco acogedora, llamada vida, hecha de trabajo, de sudor y de pies doloridos, de olor a ganado, de sol y del polvo de los pacíficos ejércitos ovinos.
        El conjunto escultórico en bronce, Monumento a la Trashumancia, obra de José Antonio Abella, excluye la concepción bucólica y literaria gracias a un lenguaje personal en el que los grandes planos y las texturas alumbran la monumentalidad que la amplitud del lugar reclama. Una expresión de fuerza y movimiento dota al pastor de un aire épico que lo convierte en un héroe anónimo y romántico que personifica a todos los pastores trashumantes.
        Sabido es que los animales admiten pocas deformaciones, con el riesgo de cambiar de raza, incluso de especie. Por eso las ovejas, aunque levemente poliédricas, son ovejas, y el mastín, perro. Son las figuras secundarias y contextualizadoras que enmarcan al pastor-héroe.
        La figura humana, sin embargo, a más manipulaciones que soporte, no sólo es reconocible sino que ve potenciadas ciertas cualidades que la hacen grácil o pesada, tensa o sosegada, quieta o andante. No hay que olvidar que los pastores son personas y que José Antonio Abella, aunque sabe curarlas, no las crea. Abella ha creado una obra de arte, un monumento público, algo que debe tener más potencia plástica que el frágil ser humano. El escultor ha fundido un pastor de bronce fijado a la tierra por sus pesados pies, pero no amarrado,  un nómada que camina a grandes zancadas, un gigante que es señuelo para el rebaño y, desde ahora, para los viajeros que lo asociarán con la primera imagen de Segovia.
        El monumento no está orientado a ninguna vía en particular, fomentando así una visión desde múltiples puntos de vista, dinámica y barroca, capaz de descubrir toda su cambiante apariencia.
        El pastor que camina por el Cordel de Santillana, tiene la fuerza dinámica de Boccioni, algo de la austera gravedad de Victorio Macho, y un rigor geométrico que lo convierte en telúrica montaña, en hermética pirámide y en velero de campiñas, dehesas y páramos.
        Esta obra hace patentes dos cambios algo paradójicos: el lugar que durante siglos ocupara la Mesta, privilegiada y señorial, dueña de las cañadas y ruina de la agricultura y de los bosques de España, ha dado paso a colectivos ciudadanos relacionados con la protección del medio ambiente frente a la voracidad neoliberal. El otro cambio evidencia la sustitución del poderoso, del héroe conveniente o del tirano, como protagonistas del monumento público, por este héroe anónimo y popular, promovido desde la ciudadanía y financiado por el Consistorio. Grandezas del pastoreo, del arte y de la democracia.

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