La
trashumancia como epopeya
José
Antonio Abella: Monumento a la
Trashumancia. (Grupo
escultórico en bronce). Dehesa del Alto Clamores. Segovia.
Jesús Mazariegos
La vida
pastoril ha sido tradicionalmente campo abonado para el embuste y la
truculencia: Abel, con sus piras de humo manso y vertical; Paris, el voyeur,
sesteando con rollizas ninfas, y Dafnis, todo el día tocando la siringa; los
monopolizadores de apariciones, revelaciones y avistamientos diversos; Salicio
y Nemoroso, falsos y cursis como los Mirtilos, Silvios, Silvanos y toda la
almibarada caterva de la novela pastoril; los aristócratas disfrazados pintados
por Watteau y por Boucher, incapaces de acercarse a una oveja.
De
todos los pastores ficticios y legendarios admiro a los que Poussin pintó ante
un sepulcro con la inscripción “Et in
Arcadia ego” (“Yo también viví en la
Arcadia: en la Arcadia también existe la muerte”). Es un contrapunto de
realidad en medio de la ficción bucólica. Si en la Arcadia existe la muerte, en
la Castilla de los mortales, donde los pastores se llaman Agapito, Indalecio y
Antonio, existe una antesala, a veces poco acogedora, llamada vida, hecha de
trabajo, de sudor y de pies doloridos, de olor a ganado, de sol y del polvo de
los pacíficos ejércitos ovinos.
El
conjunto escultórico en bronce, Monumento
a la Trashumancia, obra de José Antonio Abella, excluye la concepción
bucólica y literaria gracias a un lenguaje personal en el que los grandes
planos y las texturas alumbran la monumentalidad que la amplitud del lugar
reclama. Una expresión de fuerza y movimiento dota al pastor de un aire épico
que lo convierte en un héroe anónimo y romántico que personifica a todos los
pastores trashumantes.
Sabido
es que los animales admiten pocas deformaciones, con el riesgo de cambiar de
raza, incluso de especie. Por eso las ovejas, aunque levemente poliédricas, son
ovejas, y el mastín, perro. Son las figuras secundarias y contextualizadoras
que enmarcan al pastor-héroe.
La
figura humana, sin embargo, a más manipulaciones que soporte, no sólo es
reconocible sino que ve potenciadas ciertas cualidades que la hacen grácil o
pesada, tensa o sosegada, quieta o andante. No hay que olvidar que los pastores
son personas y que José Antonio Abella, aunque sabe curarlas, no las crea.
Abella ha creado una obra de arte, un monumento público, algo que debe tener
más potencia plástica que el frágil ser humano. El escultor ha fundido un
pastor de bronce fijado a la tierra por sus pesados pies, pero no amarrado, un nómada que camina a grandes zancadas, un
gigante que es señuelo para el rebaño y, desde ahora, para los viajeros que lo
asociarán con la primera imagen de Segovia.
El
monumento no está orientado a ninguna vía en particular, fomentando así una
visión desde múltiples puntos de vista, dinámica y barroca, capaz de descubrir
toda su cambiante apariencia.
El
pastor que camina por el Cordel de Santillana, tiene la fuerza dinámica de
Boccioni, algo de la austera gravedad de Victorio Macho, y un rigor geométrico
que lo convierte en telúrica montaña, en hermética pirámide y en velero de
campiñas, dehesas y páramos.
Esta
obra hace patentes dos cambios algo paradójicos: el lugar que durante siglos
ocupara la Mesta, privilegiada y señorial, dueña de las cañadas y ruina de la
agricultura y de los bosques de España, ha dado paso a colectivos ciudadanos
relacionados con la protección del medio ambiente frente a la voracidad
neoliberal. El otro cambio evidencia la sustitución del poderoso, del héroe
conveniente o del tirano, como protagonistas del monumento público, por este
héroe anónimo y popular, promovido desde la ciudadanía y financiado por el
Consistorio. Grandezas del pastoreo, del arte y de la democracia.
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