Crítica de arte
Un pintor de infantería
Domingo
Otones. Pintura. Bar Santana, Segovia. Hasta el 15 de julio
Si los pintores y las pintoras fueran
ordenados y jerárquicos como los militares y llevaran divisas para lucir su
rango, en Segovia habría un par de comandantes o tres, con tres pinceles en la
bocamanga. Los capitanes y tenientes, llevarían dos pinceles, y lápiz sobre pincel
respectivamente. Los brigadas, que siempre han ido a su bola, llevarían una
brocha en la bocamanga del guardapolvo. Los sargentos lucirían con orgullo sus
dos lápices, que se quedarían en uno para los cabos. Los soldados llevarían
resignadamente una goma (de borrar) como divisa.
Naturalmente, los de rango inferior
deberían saludar a los de rango superior y decirles ‘da vuecencia su permiso’ y
cosas así. Y tendrían inmensos estudios y camiones para andar de un lado a otro
con los cuadros, y el día de San Lucas saldrían en manifestación no autorizada
pero bien en filita, caballete al hombro, y la gente los respetaría un montón.
Pero resulta que los pintores no son
gente de orden, les importa poco la jerarquía y no suelen ponerse de acuerdo en
casi nada, así que no hay forma de clasificarlos, pues su hoja de servicio
consiste en listas de exposiciones y bibliografía de las maravillas que les
escriben los críticos, pero en ningún sitio dice con claridad si pintan bien o
mal ni cuantas horas de pintar tienen.
En el Bar Santana, que no es necesario
decir que es algo más que un bar, expone un artista de infantería llamado
Domingo Otones, un suboficial de infantería, castrense puro en versión pintor, no
sé si legionario o guerrillero del pincel, hombre que vive intensamente la
pintura, sin alardes ni alharacas, pintor de base que trata de violentar las
bases de la figuración.
No hace mucho que Domingo pintaba unos
personajes de piedra que conectaban con una etapa temprana de Francisco Lorenzo
Tardón y con la obra de Antonio Pitxot, sin que Domingo conociera esta última.
Ahora ha vuelto a la estricta figuración y lo mismo nos ofrece la convencionalidad
de dos jugosas manzanas, que la heterodoxia de una joven en antifaz y ropa
interior, ninfa urbana y hasta doméstica, en un mundo donde es difícil
reconocer a las de los bosques y las fuentes. Contemporánea es también la baconiana
deformidad de un rostro femenino en trance de perder su identidad por
descamación progresiva de su epidermis y pérdida de su memoria.
Los bodegones, dentro de su
clasicismo, apuntan admiraciones por Cristóbal Toral, no tanto en las
magníficas maletas como en el fondo de manzanas cósmicas. Pero Domingo Otones
nunca deja de ser él mismo, como cuando incluye la cazadora de cuero junto a
los objetos convencionales de una naturaleza muerta; afirmación contemporánea y
de relativa marginalidad que armoniza con la música, con el público y con el
aire de esta sala multiusos pero con clase y solera, llamada Bar Santana.
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